Eso de tomar las cosas en serio... recuerdo que no me apareció hasta la época en que me enamoré por primera vez. Y ni siquiera entonces me las tomaba demasiado en serio. Si lo hubiera hecho verdaderamente, no estaría ahora aquí escribiendo sobre eso: habría muerto de pena, o me habría ahorcado. Fue una mala experiencia porque me enseñó a vivir una mentira. Me enseñó a sonreír cuando no lo deseaba, a trabajar cuando no creía en el trabajo, a vivir cuando carecía de razón para seguir viviendo. Incluso cuando la hube olvidado, conservé la costumbre de hacer aquello en lo que no creía.
Desde el principio todo era caos, como he dicho. Pero a veces llegué a estar tan cerca del centro, del núcleo de la confusión, que me asombra que no explotara todo a mi alrededor.
Es costumbre achacar todo a la guerra. Yo digo que la guerra no tuvo nada que ver conmigo, con mi vida. En una época en que otros conseguían puestos cómodos, yo pasaba de un empleo miserable a otro, sin ganar nunca lo suficiente para subsistir. Casi tan rápidamente como me contrataban me despedían. Me sobraba inteligencia, pero inspiraba desconfianza. Dondequiera que fuese fomentaba discordia: no porque fuera idealista, sino porque era como un reflector que revelaba la estupidez y futilidad de todo. Además, no era un buen lameculos. Eso me marcaba, indudablemente. Cuando solicitaba trabajo, notaban al instante que me importaba un comino que me lo dieran o no. Y, naturalmente, por lo general me lo negaban. Pero al cabo de un tiempo el simple hecho de buscar trabajo se convirtió en una actividad, en un pasatiempo, por decirlo así. Me presentaba y me ofrecía para cualquier cosa. Era una forma de matar el tiempo: no peor, por lo que veía, que el propio trabajo. Era mi propio jefe y tenía mi horario propio, pero, a diferencia de otros jefes, provocaba mi propia ruina, mi propia bancarrota. No era una sociedad ni un consorcio ni un estado ni una federación o comunidad de naciones: si a algo me parecía, era a Dios.
Aquella situación se prolongó desde mediados de la guerra aproximadamente hasta... pues, hasta un día en que caí en la trampa. Por fin llegó un día en que deseé de verdad y desesperadamente un trabajo. Lo necesitaba. Como no tenía un minuto que perder, decidí coger el peor trabajo del mundo, el de repartidor de telegramas. Entré en la oficina de personal de la compañía de telégrafos —la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica— hacia el anochecer, dispuesto a pasar por el aro. Acababa de salir de la biblioteca pública y llevaba bajo el brazo unos libros voluminosos sobre economía y metafísica. Para mi gran asombro, me negaron el empleo.
El tipo que me rechazó era un enano que estaba a cargo del conmutador. Pareció tomarme por un estudiante universitario, a pesar de que en mi solicitud quedaba claro que hacía mucho tiempo que había acabado los estudios. Incluso me había adornado en la solicitud con el título de licenciado en filosofía por la Universidad de Columbia. Al parecer, el enano que me había rechazado lo había pasado por alto o bien le había parecido sospechoso. Me enfurecí, tanto más cuanto que por una vez en mi vida solicitaba trabajo en serio. No sólo eso, sino que, además me había tragado mi orgullo, que en cierto sentido es bastante grande. Naturalmente, mi mujer me obsequió con sus habituales miradas y sonrisas despectivas. Dijo que me había limitado a hacerlo por cumplir. Me fui a la cama pensando en ello, irritado todavía, y a medida que pasaba la noche, aumentaba mi enojo. El hecho de tener una mujer y una hija a quienes mantener no era lo que más me preocupaba; la gente no te ofrecía empleos porque tuvieras una familia a la que alimentar, eso lo entendía perfectamente. No, lo que me irritaba era que me hubiesen rechazado a mí a Henry V. Miller, a un individuo competente, superior, que había solicitado el empleo más humilde del mundo. Aquello me indignaba. No podía sobreponerme. Por la mañana me levanté muy temprano, me afeité, me puse mis mejores ropas y salí al galope hacia el metro. Me dirigí inmediatamente a las oficinas principales de la compañía de telégrafos... hasta el piso vigésimo quinto o dondequiera que tuviesen sus despachos el presidente y los vicepresidentes. Dije que deseaba ver al presidente. Naturalmente, el presidente estaba o bien de viaje o bien demasiado ocupado para recibirme, pero, ¿no me importaría ver al vicepresidente o, mejor, a su secretario? Vi al secretario del vicepresidente, un tipo inteligente y considerado, y le eché un rapapolvo. Lo hice con habilidad, sin acalorarme demasiado, pero dándole a entender que no les iba a resultar tan fácil deshacerse de mí.
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