viernes, 5 de marzo de 2021

 


Paso junto a la puerta del cuarto donde murió Matilde, luego de una dura y larga enfermedad que la dejó postrada durante años. En estos tiempos en que el mal la vencía recibió el amoroso cuidado de las enfermeras y de Gladys, la fiel Gladys, que ahora sufre conmigo este dolor. La cuidaron como a una criatura indefensa. ¡Cuánto más grande es la mujer que el hombre! Matilde recibió la atención de médicos notables, y la ayuda de nuestra amiga Stella Soldi fue fundamental para sobrellevar esta dolencia. Yo solía apoyarme al lado de su puerta, y poniendo el oído, me quedaba así, escuchando. La enfermera le hablaba como si ella le entendiera, hasta que le contestaba con una voz apenas audible, desde una lejanía indescifrable. En una ocasión, Matilde me contó que no había dormido en toda la noche. Me hablaba de un pájaro de color negro azulado, grande, hermoso, que se le acercó para decirle que estaba llegando el momento de su muerte. Había sido un sueño muy nítido, que le había dado una especie de paz. Hasta que volvía la enfermera y yo me iba a encerrar en el estudio. Durante un tiempo muy largo permanecía sentado, como tantas veces, mirando hacia el jardín, sin saber qué hacer, sin ganas de nada, pensando en cosas oscuras e indeterminadas. ¡Cuánta congoja! Cómo va quedándose a oscuras esta casa en otro tiempo llena de los gritos de los niños, de cumpleaños infantiles, de los cuentos que Matilde inventaba por la noche para dormir a los nietos. Qué lejos, Dios mío, aquellas tardes en que venían a conversar con ella sus amigos, cuando la visitaba Julia Constenla o Ana María Novik. Con enorme desconsuelo pienso en todo lo que ella debió soportar por mi culpa. Recuerdo la tarde en que la dejé en París, para irme con una mujer que había sido condesa en los años previos a la Revolución Rusa. Me la había presentado un príncipe que entonces trabajaba de taxista, con quien hablábamos sobre Chejov, Dostoievski, Tolstoi. La agitación que vivía durante el período surrealista era tal que, finalmente, abandoné a Matilde en el puerto, con el pequeño Jorge en brazos, cometiendo un acto horrendo que jamás ha dejado de atormentarme. Por eso, cuando en la calle, en el tren, se me acercan a darme la mano, o algunas mujeres y hasta ancianas religiosas me dicen: “Que Dios lo mantenga por muchos años todavía”, me pregunto si lo merezco. Tantos fueron mis abandonos a aquella mujer que dio su alma y su vida por mí, por evitar, precisamente, que mis desalientos me llevaran a quemar todo lo que escribía. Fue siempre mi primera lectora, la más severa, pero también la más cariñosa. Sus sugerencias eran precisas. Matilde hacía una marca suave con lápiz negro al costado de la página, y siempre tenía razón. Su coraje no la hizo aflojar jamás, sosteniéndome a pesar de toda clase de penurias. Pero también tuve otros dos vínculos, profundos, con mujeres que me cuidaron con infinita generosidad. Porque siempre necesité que me apuntalaran como a una casa vieja o mal construida. En sus años finales, cuando la he visto desolada por su enfermedad, es cuando más profundamente la quise. Y pienso en el valor con que sufrió mi vida complicada, azarosa, contradictoria. A su lado pasé momentos de peligro, de amor, de amargura, de pobreza, de desengaños políticos y de tristísimos alejamientos, en que esperaba siempre a que el barco sacudido por oscuras tempestades regresara a la calma, y yo volviera a divisar el cielo estrellado, esa Cruz del Sur que marcaba nuevamente el rumbo, la misma que tantas veces, cuando éramos muchachos, habíamos contemplado desde algún banco de plaza. Y muchos, muchísimos años ante, el supremo misterio, la recuerdo cuando me farfulló aquellos versos de Manrique: cómo se pasa la vida cómo se viene la muerte tan callando...

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