Le conocí en San Francisco. A lo largo de una cena regada por una cantidad alarmante de vino de Borgoña, el seguía lúcido, y me dio el visto bueno para dirigir un documental sobre él y su amigo el poeta Gary Snyder. Un año después, cuando se estrenó la película en el Festival Lumière, en Lyon, me confesó que aquella noche en California decidió trabajar conmigo por una razón. Me había preguntado qué era lo que más me gustaba del poeta Federico García Lorca, y le había respondido que la dureza, la mezcla de una sensibilidad única combinada con una actitud realista y implacable con respecto a la vida. Le di la definición escueta del duende lorquiano: "Es, en suma, el espíritu de la tierra".
Ese era el espíritu que Jim Harrison llevaba dentro. Dijo una vez, "he aprendido que no puedo estar bien en mi propia piel, mi auténtica casa, cuando estoy distraído pensando en otro lugar. Tienes que encontrarte donde estás, donde estás ya, en el mundo que te rodea". Su lugares favoritos en este mundo eran, Michigan, Montana, Nueva México, Francia y España. Le encantaba la poesía de Antonio Machado, y había hecho peregrinajes a Colliure para visitar su tumba. Hace solo 10 días hablaba con ilusión del viaje que tenía pendiente esta primavera a París y a Sevilla.
La muerte de Linda, su mujer, el año pasado le hundió, pero seguía escribiendo. Decía que tenía que escribir para mantener su apego a la realidad. Quería con lealtad y pasión: a sus hijos, a sus perros, a sus amigos. Iba de duro, era resistente a todo, pero tras esa actitud autoprotectora había una sensibilidad profunda. Estaba orgulloso de haber podido mantener a su familia a base de su talento literario. Despreciaba a los escritores que buscaban cobijo dando clases de creative writing en las universidades.
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