Endiabladamente inteligentes, agudos, esforzados, laboriosos; personajes terriblemente
celosos de su independencia y espíritu crítico, honestos hasta la absoluta pobreza.
Incorruptibles, obsesionados por la educación popular, hijos de la iluminación, las luces, el
progreso, el conocimiento, la ilustración, la ciencia.
Casi todos o eran poetas o eran lectores de poesía y poetas vergonzantes. Eran fervorosos
periodistas en un país que no sabía escribir y confiaban en que el que leía le contara al que no lo
hacía, cerrando el mágico círculo de la palabra.
Vivían en la retórica, apelaban a las grandes palabras, les gustaban los brindis, los discursos,
las “coronas”, los homenajes, las arengas, las galas sin boato monárquico, pero con abundantes
clarines y tambores. A cambio eliminaban los títulos para reducirlos al “don” y al “señor” y al
mucho más novedoso y honroso cargo de “ciudadano”
Apelo a Carlos Monsiváis y extiendo su visión a la de todo el liberalismo rojo: “Juárez no es un
prisionero de su tiempo […]. Si Juárez no es nuestro contemporáneo, ¿quién lo será entonces?”.
Alguna vez dije, y la frase resultó en esos días medianamente afortunada, que de aquellos
polvos salieron tolvaneras, que ahora, en nuestros días, se volverán tormentas.
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