El año 1909 fue un año decisivo en nuestras relacio-
nes. Fui invitado a la Clark University (Worcester, Mass.)
para dar unas conferencias sobre el ensayo de asociación.
Independientemente de mí, Freud recibió también una in-
vitación y decidimos viajar juntos.7 Nos encontramos en
Bremen, nos acompañaba Ferenczi. En Bremen sucedió el
incidente tan discutido del desmayo de Freud. Fue provo-
cado —indirectamente— por mi interés por las «momias
del pantano». Yo sabía que en ciertas regiones del norte
de Alemania se habían hallado los llamados cadáveres de
los pantanos. Son en parte cadáveres de hombres
prehistóricos que se ahogaron en los pantanos o fueron
enterrados allí. El agua del pantano contiene ácidos
húmicos que atacan a los huesos, a la vez que curten la
piel de tal modo que ésta, al igual que los cabellos,
quedan perfectamente conservados. De este modo se
realiza un proceso natural de momificación en el que, sin
embargo, por la acción del peso del fango los cadáveres
han quedado aplanados por completo. Se les encuentra
ocasionalmente en las tumbe-ras de Holstein, Dinamarca
y Suecia.
Estas momias de los pantanos, sobre las cuales había
yo leído algo, me vinieron a la memoria cuando estába-
mos en Bremen, pero estaba algo «confundido» y ¡los ha-
bía tomado por las momias de las cámaras de plomo de
Bremen! Mi interés irritó a Freud. «Pues ¿qué le pasa a
usted con estos cadáveres?», me preguntó varias veces. Se
disgustó mucho y durante una conversación sobre ello en la mesa sufrió un mareo.
Después me dijo que estaba
convencido de que esta charla sobre cadáveres significaba
que yo le deseaba la muerte. Quedé más asombrado por esta
opinión suya. Quedé asustado y ciertamente por el poder de
sus fantasías que podían llegar a ocasionarle un desmayo.
De modo parecido, Freud padeció un desmayo en otra
ocasión en mi presencia. Fue durante el Congreso psicoa-
nalítico en Munich en 1912. Alguien guió la conversación
hacia Amenofis IV. Se recalcó que su actitud hostil respecto
a su padre le llevó a destruir las inscripciones en las estelas
funerarias y que detrás de su gran intuición de una religión
monoteísta se ocultaba su complejo de padre. Esto me irritó e
intenté explicar que Amenofis fue un hombre genial y
profundamente religioso, cuyos hechos no pueden explicarse
por antagonismos personales contra su padre. Por el
contrario, honró la memoria de su padre y su celo destructor
se orientó exclusivamente contra el nombre del dios Amón,
que hizo suprimir en todas partes, y naturalmente quitó
también de las inscripciones funerarias de su padre la palabra
Amón-hotep. Además, también otros faraones hicieron
sustituir en los monumentos y en las estatuas los nombres de
sus antepasados, divinos o auténticos, por el suyo propio,
dado que se sentían, con justo título, encarnaciones del
mismo Dios. Pero no habían instaurado ni una nueva religión
ni un nuevo estilo.
En este instante Freud cayó desmayado de la silla. To-
dos le rodearon azorados. Entonces le tomé en brazos y le
llevé a la habitación contigua donde le deposité en un sofá.
Ya mientras le llevaba en brazos comenzó a volver en sí y la
mirada que me dirigió no la olvidaré nunca. En su im-
potencia me miró como si yo fuera su padre. Lo que con-
tribuyó a provocar este desmayo —la atmósfera estaba muy
tensa— fue, igual que en el caso anterior, la fantasía sobre el
asesinato del padre.
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