MI PRIMER ENCUENTRO CON DOÑA MAGDALENA.
Apenas estuve delante de ella, Doña Magdalena, con una voz plena de piedad, me dijo:
-Niño querido, voy a tener que lavar tu sombra.
Doña Magdalena abrió la única ventana que había en su cuarto de consultas y la luz de la tarde entró a raudales. Me colocó de espaldas al exterior, para que en el rectángulo brillante que se extendía por el suelo se proyectara mi sombra.
-Por lo que más quieras, hijo mío, no te muevas. Aquí está tu compañera, esa que, sin que te dignes oírla, te dice lo que en verdad eres: un reloj de sol. A cada momento tu cuerpo proclama la hora que es. Y eso es importante porque cada hora tiene un alma, una energía diferente, que exige la manejes de forma especial. Si fuerzas tus horas cometiendo acciones en el momento que no corresponde, vives mal, te enfermas. Por no prestarle atención a su sombra, la mayoría de la gente la lleva como si fuera un animal sucio. Eso les envenena los pasos...
Doña Magdalena, de rodillas, con agua perfumada de lavanda, enjabonó mi sombra, la cepilló intensamente, quitó la espuma con una esponja de mar, la secó y luego, satisfecha, impidiendo aún que yo me moviera, me la mostró como si exhibiera una obra de arte.
-Ya está limpia. Ahora que todavía hay sol, ve a tu casa y siéntela mientras caminas. Estoy segura de que te darás cuenta del cambio.
Mientras caminaba con el sol a mis espaldas veía a mi sombra como una hermosa aliada. Me daba gusto observar a esa mancha negra, pasar sobre los objetos, la gente, las paredes, dejando un invisible rastro que devolvía la pureza y la alegría a la torturada materia citadina.
En la capotal de México, 1980. (A.J.)
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