viernes, 26 de junio de 2020

Ousman Umar

Mi nombre es Ousman Umar. Soy de Ghana. Sé que nací un martes. Pero no sé ni de qué mes ni de qué año, porque en mi tribu esto no importa. Lo más importante es el día de la semana en que naciste. Al nacer, mi madre murió en el parto. En mi tribu, la tradición de los Walas, cuando una desgracia como esta ocurre, se considera que el niño es maligno, por lo tanto tiene que morir. Este era mi caso. Soy consciente de que soy una de las personas más afortunadas de este planeta. Mi padre era el chamán, el líder de la tribu y por eso consiguió salvarme la vida. Viví en mi pueblo hasta los nueve años. No teníamos escuela en mi pueblo, por lo tanto para ir al colegio había que caminar siete kilómetros cada día, catorce en total. Vivíamos básicamente de la ganadería y de la agricultura. Si había que comer carne ibas a la selva a cazar o cogías un pollo en el corral. Las casas estaban hechas de barro. No había luz eléctrica. Teníamos dos ríos, uno se llama Fia, el otro Asukatia. Fia era para beber, Asukatia era para lavarse.
A los nueve años la curiosidad me llevó a salir del pueblo hacia la ciudad y, finalmente, a los trece años me marché fuera del país en busca de llegar al país de los blancos, tal como se titula el libro que acabo de publicar. Con trece años tuve que cruzar todo el norte de África, pasando por el desierto del Sahara, que fue el primer gran reto que tuve que superar. Resumiendo, de cuarenta y seis personas que empezamos el viaje, tres semanas más tarde solo seis llegamos vivos a Libia. Os aseguro que la realidad supera la ficción. Una vez en Libia, las cosas tampoco fueron sobre ruedas. Estuve allí cuatro años. Ser negro y vivir en Libia era prácticamente un delito. Viví cuatro años, conseguí reunir 1.800 dólares y volví a caer en manos de la mafia, ya que me dijeron que en cuarenta y cinco minutos desde Trípoli, la capital de Libia, llegaríamos al paraíso. Así empezó esta última etapa también. Crucé Túnez, Argelia, Mauritania, Marruecos, Sahara Occidental… finalmente, fue allí donde cogimos las pateras. Tuve que coger la patera dos veces porque el primer intento fracasó, una de las dos pateras se hundió y nadie sobrevivió.
Uno de mis mejores amigos, Musa, también murió. Es verdad que muchos dicen que el gran cementerio es el mar Mediterráneo. Yo creo que es antes. El cementerio más grande es el desierto del Sahara. Volví otra vez al desierto hasta que la mafia nos trajo más material, más personas. Volvimos a hacer una segunda salida. Ocurrió exactamente lo mismo: en el medio del mar una de las pateras también se hundió. Las ciento cincuenta o doscientas personas que iban en aquella patera tampoco sobrevivieron. Sapashini, Anas Amilo, Tola, nadie sobrevivió. Tras cuarenta y ocho horas navegando prácticamente sin rumbo conseguí llegar a la isla de Fuerteventura. Aquí determinaron que tenía menos de dieciocho años. Por lo tanto, la ley internacional me amparaba y tenía derecho a residir en España. El día 24 de febrero del año 2005, finalmente conseguí llegar a la ciudad de Barcelona, con una mano delante y otra detrás. Prácticamente analfabeto. Sin saber castellano ni catalán, solo hablaba inglés, árabe, wala, hausa, asante y dialectos africanos. Estuve dos meses malviviendo en la ciudad de Barcelona. Sentirse solo en una ciudad como Barcelona… no tengo palabras adecuadas para transmitir esa sensación. Comía solo cuando alguien tiraba comida a la basura, pan seco, y si llegaba a tiempo, claro.
Pero el ángel de la guarda que me protegió durante el momento de mi nacimiento no me abandonó tampoco. Curiosamente, un día sentado en un banco me llegó una señal, dijo: «Ousman, levántate, ve a hablar con esa señora que te va ayudar». Me dirigí a una señora que se llamaba Montse, no la conocía de nada y le empecé a explicar quién soy. No entendió nada, pero tuvo tanta curiosidad por entender qué le quería explicar que me cogió la mano, nos apartamos, sacó su móvil y llamó a su marido a casa. El marido sí que hablaba inglés. Armando me hizo mil y una preguntas, lo que aún recuerdo es que me preguntó cuántos años tenía. Le contesté que había nacido en martes. Me dijo: «Fantástico, pero ¿cuántos años tienes?». Yo: «Jolín, te lo acabo de decir, nací un martes». Armando y yo no nos entendíamos, así que le devolví el teléfono a Montse. Entre las cuatro palabras de inglés que sabía Montse y las señales, Montse y yo nos entendimos. Aquí aprendí un mensaje muy potente que es: cuando dos personas quieren, se entienden. Montse no sabe inglés, yo tampoco hablaba catalán ni castellano, pero nos entendimos. Me dio su número de teléfono, me invitó a desayunar y me hizo entender que si no conseguía llegar a la Cruz Roja, que no volviera a dormir en la calle, que la llamara por teléfono. Esta fue mi salvación.
Acabaron acogiéndome como mis tutores legales hasta los dieciocho años. La primera noche que dormí en casa de Montse y de Armando recuerdo que tuve ropa limpia después de dos meses, agua caliente, comida caliente… Montse me acompañó a mi habitación, me metió en la cama como si fuera un niño de cinco años. Me dio un beso aquí en la frente, apagó la luz y salió de la habitación. El mundo me cayó encima literalmente hablando. Por primera vez, aquella noche ya no tenía que luchar. Pasé toda la noche llorando, preguntándome por qué, por qué y por qué. ¿Qué he hecho mal para merecer tanta tortura? Si realmente estaba predestinado que esta familia estaba aquí esperándome, ¿qué he hecho mal para sufrir tanto? ¿Por qué he tenido que pasar por todo aquello? ¿Por qué Sapashini no? ¿Por qué Musa no? ¿Por qué yo? Pasé toda la noche llorando hasta el día siguiente por la mañana, cuando llegué a la conclusión de que la pregunta no tiene que ser «por qué», sino «para qué» me serviría aquella experiencia que había adquirido durante el viaje.
Para dos razones. Para dar voz a todas aquellas personas, almas, que no consiguieron llegar con vida y, obviamente, por eso no pueden explicar su historia. Darles voz. En segundo lugar, trabajar en el origen del problema para evitar que futuras víctimas caigan en este infierno. De aquí nació el proyecto «NASCO Feeding Minds», alimentando mentes: aliméntame la mente, no me alimentes la barriga. A partir de aquí encontré la paz conmigo mismo y la razón de estar vivo. Descubrí que los blancos son ingenieros o médicos, no por el hecho de ser blancos, sino que estudiaron para serlo, así que si yo estudiaba también podría llegar a ser médico. Igual que salí desde mi pueblo porque quería ser blanco, cualquier cosa menos ser negro, pues puse toda esta energía en estudiar. En trece años, desde 2005 hasta el 2013, pasé por todo el sistema educativo y estudié ADE, Relaciones Públicas y Marketing, Química dos años, no la acabé, y acabé haciendo un posgrado en ESADE de Dirección y Cooperación Internacional. Y fundé la ONG «NASCO Feeding Minds» en el año 2012, que actualmente beneficia a veintitrés escuelas, ocho aulas informáticas, más de quince mil niños ya han pasado por las aulas…

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