Revisemos un caso de apego a la cirugía estética: Josefina era una mujer de veintidós años, e hija única de una familia muy adinerada. Pidió ayuda porque no sabía cómo relacionarse con los hombres, ya que sentía que ninguno estaba a su altura. Hasta los trece años había sido una niña obesa, pero con el tiempo logró bajar de peso gracias a una dieta estricta. A partir de ese momento su autoestima mejoró considerablemente, comenzó a tener vida social activa y a salir con chicos. A los diecisiete años se enamoró de un atractivo joven que le fue infiel un sinnúmero de veces. Ese amor no recíproco la deprimió, por lo que comenzó nuevamente a subir de peso hasta bordear los cien kilos. Fue cuando un médico le sugirió una cirugía bariátrica a la que se sometió con éxito. Al cumplir veinte años se había transformado en una mujer sumamente atractiva y admirada por su belleza. En una sesión me dijo: «Éste es el momento más feliz de mi vida, por primera vez la gente me admira y me quiere». Una idea sobrevalorada de la belleza ya estaba instaurada en sus esquemas: pensaba todo el día en su apariencia física, se observaba minuciosamente en busca de defectos, hacía ejercicio físico cuatro o cinco horas al día, valoraba a la gente por su grado de fealdad, temía envejecer prematuramente, mostraba síntomas de anorexia y visitaba de manera reiterada a especialistas en cirugía estética. Además, gastaba cada vez más dinero en ropa, había descuidado totalmente sus estudios y se había alejado de su familia. Llegué a contabilizar once operaciones de cirugía estética en un año, lo que la convertía en una «paciente quirúrgica insaciable» (apego/adicción a la cirugía plástica), término técnico para señalar a las personas que debido a sus distorsiones cognitivas sienten que siempre deben corregir o mejorar algo de su aspecto físico. También había pasado por infinidad de tratamientos, como por ejemplo el thermage, la terapia muscular ultratone y la mesoterapia; visitaba tres veces por semana un centro de belleza o algún spa, y no hablaba de otra cosa que del aspecto físico, lo que la alejaba de las demás personas, quienes la consideraban superficial, vanidosa y egocéntrica. Su vida era agotadora, porque debía mantenerse dentro de un determinado estándar estético extremadamente exigente, al que si no llegaba caía en estados de profunda depresión, incluso con ideas suicidas. En cierta ocasión me confesó: «Yo no quiero ser atractiva, quiero ser hermosa, la más hermosa, y si no lo logro no me interesa vivir». Cuando se encontraba con una mujer más bella, la ira la consumía por dentro y no dormía pensando en qué debía mejorar para superar a la supuesta «competidora». A veces pasaba por momentos en los que tomaba conciencia de cómo se estaba destruyendo a sí misma, pero rápidamente volvía a la macabra rutina de embellecerse de manera obsesiva; no era capaz de parar. Su mente había creado una necesidad irracional e inalcanzable que se alimentaba de tres fuentes: el placer de sentirse bella (durara unas horas o días), centralizar su seguridad psicológica en el aspecto físico (una forma de compensar temores y déficits anteriores) y considerar que su cuerpo, moldeado y perfeccionado, era una forma de autorrealización. Su valía personal dependía de lo que aparentaba, y esto implicaba una gran frustración existencial, porque tarde o temprano los años se le notarían. Cada vez debía invertir más energía para tratar de mantenerse igual y disimular o camuflar lo inevitable. Un día dejó de asistir a terapia. Supe de ella al cabo de unos meses, cuando alguien me contó que una cirugía en el rostro, por demás innecesaria, le había generado una parálisis facial. A partir de entonces se encerró para que nadie pudiera verla. Según sus padres, sólo quería morir. El apego es como una bola de nieve, arrasa con todo y te lleva a hacer las cosas más ilógicas y peligrosas para obtener una felicidad tan irracional como efímera.
viernes, 26 de junio de 2020
Walter Riso
Revisemos un caso de apego a la cirugía estética: Josefina era una mujer de veintidós años, e hija única de una familia muy adinerada. Pidió ayuda porque no sabía cómo relacionarse con los hombres, ya que sentía que ninguno estaba a su altura. Hasta los trece años había sido una niña obesa, pero con el tiempo logró bajar de peso gracias a una dieta estricta. A partir de ese momento su autoestima mejoró considerablemente, comenzó a tener vida social activa y a salir con chicos. A los diecisiete años se enamoró de un atractivo joven que le fue infiel un sinnúmero de veces. Ese amor no recíproco la deprimió, por lo que comenzó nuevamente a subir de peso hasta bordear los cien kilos. Fue cuando un médico le sugirió una cirugía bariátrica a la que se sometió con éxito. Al cumplir veinte años se había transformado en una mujer sumamente atractiva y admirada por su belleza. En una sesión me dijo: «Éste es el momento más feliz de mi vida, por primera vez la gente me admira y me quiere». Una idea sobrevalorada de la belleza ya estaba instaurada en sus esquemas: pensaba todo el día en su apariencia física, se observaba minuciosamente en busca de defectos, hacía ejercicio físico cuatro o cinco horas al día, valoraba a la gente por su grado de fealdad, temía envejecer prematuramente, mostraba síntomas de anorexia y visitaba de manera reiterada a especialistas en cirugía estética. Además, gastaba cada vez más dinero en ropa, había descuidado totalmente sus estudios y se había alejado de su familia. Llegué a contabilizar once operaciones de cirugía estética en un año, lo que la convertía en una «paciente quirúrgica insaciable» (apego/adicción a la cirugía plástica), término técnico para señalar a las personas que debido a sus distorsiones cognitivas sienten que siempre deben corregir o mejorar algo de su aspecto físico. También había pasado por infinidad de tratamientos, como por ejemplo el thermage, la terapia muscular ultratone y la mesoterapia; visitaba tres veces por semana un centro de belleza o algún spa, y no hablaba de otra cosa que del aspecto físico, lo que la alejaba de las demás personas, quienes la consideraban superficial, vanidosa y egocéntrica. Su vida era agotadora, porque debía mantenerse dentro de un determinado estándar estético extremadamente exigente, al que si no llegaba caía en estados de profunda depresión, incluso con ideas suicidas. En cierta ocasión me confesó: «Yo no quiero ser atractiva, quiero ser hermosa, la más hermosa, y si no lo logro no me interesa vivir». Cuando se encontraba con una mujer más bella, la ira la consumía por dentro y no dormía pensando en qué debía mejorar para superar a la supuesta «competidora». A veces pasaba por momentos en los que tomaba conciencia de cómo se estaba destruyendo a sí misma, pero rápidamente volvía a la macabra rutina de embellecerse de manera obsesiva; no era capaz de parar. Su mente había creado una necesidad irracional e inalcanzable que se alimentaba de tres fuentes: el placer de sentirse bella (durara unas horas o días), centralizar su seguridad psicológica en el aspecto físico (una forma de compensar temores y déficits anteriores) y considerar que su cuerpo, moldeado y perfeccionado, era una forma de autorrealización. Su valía personal dependía de lo que aparentaba, y esto implicaba una gran frustración existencial, porque tarde o temprano los años se le notarían. Cada vez debía invertir más energía para tratar de mantenerse igual y disimular o camuflar lo inevitable. Un día dejó de asistir a terapia. Supe de ella al cabo de unos meses, cuando alguien me contó que una cirugía en el rostro, por demás innecesaria, le había generado una parálisis facial. A partir de entonces se encerró para que nadie pudiera verla. Según sus padres, sólo quería morir. El apego es como una bola de nieve, arrasa con todo y te lleva a hacer las cosas más ilógicas y peligrosas para obtener una felicidad tan irracional como efímera.
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