Ricos y pobres sufren por culpa de las preocupaciones externas relacionadas
con el deseo. Hasta los millonarios padecen ira, desesperación, depresión.
Disfrutan de poco descanso y poca paz verdaderos, sólo les preocupa perder lo
que tienen o conseguir lo que todavía no han conseguido. No pueden disfrutar de
quiénes son, y no pueden vivir sino por lo que los atrae o los esclaviza. Esto no
quiere decir que ganar dinero tenga que causar necesariamente sufrimiento, pero
entregar la vida a la tiranía de las posesiones externas acaba con la alegría y la
paz.
Deformaparecida,lospobres quedanatrapados porlaluchapor la
supervivencia. Ni siquiera se atreven a disfrutar de lo poco que tienen por miedo
a sufrir más dolor, Cuando la Madre Teresa recibió el premio Nobel de la Paz,
contó la siguiente historia. Un día las hermanas misioneras de Calcuta acogieron
a un niño huérfano y le dieron un trozo de pan. El niño se comió la mitad, pero
dejó el resto. Cuando le preguntaron por qué no comía más, el niño contestó: «Si
me como ahora todo el pan, no me quedará nada para después. Hasta que no le
aseguraron que le darían más pan, el niño no pudo comerse la otra mitad.
Pese al progreso y el desarrollo material de la civilización moderna, mucha
gente lleva una vida sin sentido. Tanto si somos ricos como si somos pobres o
estamos en un cómodo punto medio, hemos de tener cuidado y no desear
placeres materiales a costa de nuestra verdadera naturaleza. Si gastamos todas
nuestras energías pensando únicamente en cosas mundanas y en cómo obtener
más (mejor comida, una casa más grande, más dinero, fama y reconocimiento,
cualquier cosa que no esté dentro de nosotros mismos), perdemos lo más valioso
que tenemos.
Concentramos toda nuestra atención en todo lo que está lejos de nosotros
mismos; cuanto más lejos está de nuestra verdadera naturaleza, más importante creemos que es. Valorarnos nuestro cuerpo y nuestras posesiones más que
nuestra mente, nuestro aspecto más que nuestra salud, nuestra profesión más
que nuestro hogar.
Nos identificamos con el cuerpo y contemplamos nuestra mente como una mera
herramienta del cuerpo («el hongo del cerebro» como alguien la describió
burlonamente);nosseparamosdelaverdaderafuentedelafelicidad.
Acumulamos posesiones para nuestras casas, pero no nos ocupamos de nuestra
mente ni de nuestro cuerpo a pesar de que las condiciones más importantes para
un hogar dichoso son una mente feliz y un cuerpo sano.
Cuando era pequeño y vivía en el Tíbet, un amigo mío que estaba cortando leña
se rasgó un zapato con el hacha. Afortunadamente no se hizo daño en el pie,
pero la piel de los zapatos es muy valiosa en un país pobre como el Tíbet. Mi
amigo hizo el siguiente comentario: «Si no hubiera llevado los zapatos, me habría
cortado el pie y la herida se habría curado. ¡Mala suerte! He cortado mi zapato
nuevo, y eso nunca se curará.» Es una forma muy curiosa de ver las cosas. Muy
a menudo la gente coloca los objetos materiales en primer lugar, luego el cuerpo
y por último la mente; exactamente al contrario de como debería ser.
Aunque digamos: «Quiero ser pacífico y fuerte» en realidad valoramos la
agresividad que nos permitirá obtener nuestras necesidades materiales (y los
demás nos recompensan por ello), en lugar de ser equilibrados o pacíficos para
cultivar nuestra fuerza interior. Emplearnos más tiempo y más energía en nuestra
carrera profesional que en construir un hogar y una familia, pese a que afirmamos
trabajar para tener un hogar feliz,
Vivimos como las abejas, que dedican toda su vida a recoger miel y al final se la
entregan a otro, quien recibe el fruto de su arduo trabajo. Valoramos más la
cantidad de dinero que hemos ganado —y el pomposo estilo de vida que
conseguimos con ese dinero— que el propósito del trabajo, y no nos paramos a
pensar si el trabajo nos beneficia a nosotros y a nuestros seres queridos.
Ponemos en peligro nuestra preciosa vida para ganar dinero, y acabamos
bebiendo para aliviar la tensión producida por el trabajo o con una úlcera de
estómago. Para mucha gente el dinero se ha convertido en el dueño, el
significado y la meta única de la vida.
Si intentamos ocuparnos de la mente para mejorar nuestra actitud y nuestras
virtudes, la sociedad moderna nos tacha de egoístas, poco prácticos y perezosos.
Las personas materialmente productivas están muy bien consideradas, pero los
que buscan el camino espiritual no. Si nos quedamos en casa, ocupándonos del
centro y el refugio de la vida, la gente nos considera ineptos, poco profesionales e
inexpertos. El hogar se ha convertido en una especie de pensión, un sitio que
sólo sirve para pasar la noche.
Tenemos que abandonar ciertas cosas para obtener otras. ¿Cómo se nos
ocurre abandonar nuestro precioso y pacífico hogar, y la vida feliz que irradia
naturalmente de él, para vivir una vida llena de problemas? Al parecer ahora no
sólo la gente corriente, sino también muchos maestros espirituales se ven
obligados a participar en la cultura materialista moderna. Hay una vieja historia
que expresa la ironía de esta situación:
Una vez, en la India, unos adivinos predijeron que pasados siete días caería una fuerte lluvia y que quien bebiera agua de esa lluvia se volvería loco. Cuando em-
pezó a llover, el rey había recogido suficiente agua pura para él, de modo que no
se volvió loco. Pero la gente no tardó en quedarse sin agua pura y todo el mundo
enloqueció. Pronto empezaron a acusar al rey de estar loco. El rey, para entender
a su pueblo y sentir lo mismo que él, bebió agua de la lluvia y enloqueció como
sus súbditos.
No estoy insinuando que podamos ni debamos ignorar el sistema de la vida
moderna. No podemos sobrevivir si no satisfacemos las necesidades básicas, y
es importante que seamos prácticos y que respetemos los puntos de vista de los
demás. Pero deberíamos intentar situarlo todo en la perspectiva adecuada. Es
fundamental que entendamos quiénes somos, dónde estamos, qué es lo
verdaderamente valioso y cómo vivir en el mundo.
Si nos volvemos imprudentes y dejamos que nuestra mente ansiosa se ponga
rígida y tensa, nuestros hábitos negativos aniquilarán la sensación de paz.
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