domingo, 8 de octubre de 2023

Stefano Mancuso



 -Me imagino que usted, siendo profesor, habrá visitado ya nuestros hibakujumoku. El hombre dejó que la pregunta flotase en el aire unos segundos. Respondí que, lamentándolo mucho, nunca los había oído nombrar. Fueran lo que fuesen los hibakujumoku, en Japón es de mala educación decir que se desconoce algo sin disculparse por ello. El cónsul quedó muy impresionado por mi ignorancia. -¡Pero si usted se dedica a las plantas! Tiene que ir a conocerlos. Dijo exactamente «conocerlos», lo que me hizo pensar que quizá fueran un grupo de personas que, de algún modo, se dedicaba a las plantas. Sin embargo, las palabras que siguieron desbarataron mi suposición. -Los hibakujumoku son nuestros supervivientes de la bomba atómica. Un himno viviente a la fuerza de la vida. Yo sabía que en Japón los supervivientes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki tenían un papel fundamental como testigos de aquella atrocidad, pero no conseguía entender por qué tanto empeño en que fuera a conocerlos. El equívoco no duró mucho: -No son personas, sino árboles que estuvieron expuestos a la bomba atómica. En Japón, todo el mundo los conoce y los respeta. Yo, personalmente, los amo. 

El cónsul me había guiado a través de un magnífico jardín -⁠cuyo nombre, por desgracia, no recuerdo⁠- para ir a «conocer» a los árboles que habían sobrevivido a la bomba. Los recuerdo perfectamente: un ginkgo (Ginkgo biloba), un pino negro japonés (Pinus thunbergii) y un muku (Aphananthe aspera), tres árboles muy comunes en cualquier jardín clásico japonés. El ginkgo estaba vistosamente inclinado hacia el centro de la ciudad y el pino negro presentaba una cicatriz considerable en el tronco, pero en términos generales su estado era excelente. Árboles en apariencia normales, de no ser por el evidente sentimiento de respeto, e incluso afecto, que suscitaban entre las personas que habían ido ahí a «conocerlos». Una pareja de ancianos (probablemente marido y mujer) se habían sentado en unas sillas plegables delante del ginkgo y estaban enfrascados hablando con el árbol. Un muchacho lo abrazó y continuó paseando. Todo aquel que pasaba al lado de los árboles parecía conocerlos bien, y muchas personas, tanto niños como ancianos, les hacían profundas reverencias. Cada uno de los hibakujumoku tenía un cartelito amarillo que era lo único que los distinguía del resto de los árboles. Le pregunté al cónsul qué ponía. -Intentaré traducírselo. Viene a decir que estamos delante de un árbol que ha sufrido un bombardeo atómico. A continuación, dice a qué especie pertenece y, por último, a qué distancia se encuentra del epicentro de la explosión -⁠respondió el hombre señalando hacia el río⁠-⁠. La bomba estalló ahí, donde el río se bifurca, exactamente a 1.370 metros de aquí. 

-Disculpe, señor cónsul, ¿por qué llama «árboles que han sufrido una explosión atómica» a los hibakujumoku? ¿No sería más sencillo utilizar una palabra como «supervivientes»? Esta fue su explicación: -El asunto es más complicado de lo que parece, estimado profesor. Todo viene del nombre que se dio a los supervivientes, como usted dice, de la bomba. En japonés, se los llama hibakusha (literalmente, «persona expuesta a la bomba»). Se eligió este término en lugar de «supervivientes» porque esta palabra, que ensalza a quienes salieron con vida, habría sido inevitablemente ofensiva para las muchísimas personas que murieron en aquella tragedia. Por tanto, a los hibakujumoku se los llama igual. Supongo que le parecerá extraño, pero le aseguro que los hibakusha están contentos de que se los llame así y no soportarían que se los llamase «supervivientes». Yo, entonces, le sugerí la palabra italiana reduce («el que regresa»). No la conocía y le gustó mucho. -Muchas gracias por enseñármela. Brindemos por los amigos que regresaron.



-Hable de los hibakujumoku, delos a conocer. Y vuelva a visitarlos. -⁠Hizo una pausa y añadió, indeciso⁠-⁠: Tengo que decírselo. Yo también soy un hibakusha. Tenía siete años cuando la bomba se llevó a mi familia y a todas las personas que conocía en el mundo. Me salvé porque el aula del colegio donde estudiaba estaba protegida por una hilera de árboles. De 120 niños, solo nos salvamos cuatro compañeros y yo. Se quedó pensativo, me sonrió una última vez y, mientras se giraba para entrar en casa, volvió a darme las gracias por la compañía.

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