Cuando miramos, cuanto más tiempo miramos, más nos alejamos del objeto. Cuando hablamos, lo asimos, pero no podemos retenerlo. Se desprende y quiere atrapar su propia designación, todas esas palabras que he hecho y que he perdido. Suficientes palabras cambiadas, el cambio es horriblemente malo, no es más que malo. Digo algo y es olvidado desde el principio. Ha sido aspirado, quería estar lejos de mi. Lo indecible es dicho todos los días, pero lo que yo digo, eso no debe ser dicho. Es injusto por parte de lo Dicho. Es muy injusto. Lo Dicho no quiere siquiera pertenecerme. Quiere ser hecho para que se pueda decir: dicho y hecho. Estaría contenta si negara pertenecerme, mi lengua, pero aún así debería pertenecerme. ¿Cómo puedo esperarla para que se ligue al menos un poco a mí? A los otros no la ata nada, así pues me ofrezco a ella. ¡Vuelve! ¡Vuelva por favor! Pero no. Del otro lado, en el camino, oye secretos que yo no debo saber y se los cuenta a otros, esos secretos que no quieren oír. Me gustaría, tendría derecho, me parece, si se quiere, pero ella no se para a hablarme, eso tampoco lo hace. Está en el vacío que se distingue precisamente por eso y difiere de mí porque hay muchos allí. El vacío es el camino. Estoy incluso al margen del vacío. He dejado el camino. Nunca he hecho otra cosa más que repetir. Se dicen muchas cosas de mí, pero casi todo es falso. Sólo he repetido, y afirmo que esa es mi habla. Como he dicho – ¡he dicho demasiado! No se han dicho tantas cosas desde hace tiempo. Ni siquiera llegamos a escuchar aunque haga falta escuchar para poder algo. A este respecto, que es en realidad el hecho de apartar los ojos de mí misma, no se puede decir nada de mí, porque no hay nada, no sale nada. Siempre miro la vida pasar, mi lengua me vuelve la espalda para poder tender su vientre a los otros que la miman descaradamente, a mí me vuelve la espalda, si es que vuelve algo. Demasiado a menudo no me hace ningún signo y tampoco dice nada. A veces no la veo en absoluto, allí, del otro lado, y ahora, ni siquiera puedo decir “como decía”, lo he dicho mucho, pero ahora no puedo decirlo, me faltan las palabras. A veces veo sus espaldas o las plantas de sus pies con los que no pueden andar correctamente, las palabras, pero más deprisa que yo, desde hace tiempo, y siempre más. ¿Qué hago aquí? ¿Es para esto que se ha tendido a una cierta distancia de mí, la querida lengua? Así será más rápida que yo, saltará y saldrá corriendo cuando venga de mi Margen para buscarla. No se por qué debería buscarla. ¿Para que ella no me busque a mí? ¿Puede ser que lo sepa, ella que me huye? ¿Quién no me sigue? Quien sigue ahora la palabra de los otros y que no se puede confundir conmigo. Son de otra manera porque son los otros. Sin otra razón que ser los otros. Eso le basta a mi palabra. Lo principal, no lo hago: hablar. Los otros, siempre los otros, para que yo no sea aquella a quien pertenece, la dulce lengua. Me gustaría también acariciarla, como los otros, allí, si solamente pudiera atraparla. Pero está allí, lejos, para que no pueda atraparla.
¿Cuándo se marchará dulcemente? ¿Cuándo se marchará un poco para que el silencio sea? Cuanto más lejos se va la lengua allá, del otro lado, más fuerte se la oye. Está en todas las bocas, sólo en mi boca no está. Estoy loca. No soy inconsciente, pero estoy loca. Estoy agotada de verificar mi lengua como un faro en el mar que debe aclarar y no está a la luz, que al girar revela siempre otra cosa de la oscuridad que está ahí, se ilumine o no, es un faro que no ayuda a nadie aunque deseemos tanto no morir en el agua. Cuanto más intento encenderlo, más se obstina ella, la lengua, en no encenderse. Ahora apago mecánicamente esta llama de habla , le doy a la llama de ahorro pero cuanto más intento ponerle un apagador al final de ese palo largo con el que se apagaban las velas de la iglesia en mi infancia, más intento apagar esta llama, más aire parece tener. Más fuerte grita, revolcándose entre miles de manos que le hacen el bien, que desgraciadamente yo no lo he hecho nunca, yo misma no se lo que me haría bien, entonces ahora grita para permanecer lejos de mi. Grita a los otros para que griten como ella, para que sea más fuerte. Grita que no debo acercarme a ella. Nadie debe pues acercarse al otro. Y lo que se dice no debe tampoco acercarse demasiado de lo que se quiere decir. No debemos estar demasiado ligados a nuestra propia lengua, es una Afrenta, es capaz tan fácilmente de repetir algo por ella misma, muy fuerte para que no oigamos lo que dice, le habrá sido dicho antes. Incluso me hace promesas, para que permanezca lejos de ella. Me promete todo si no me acerco a ella. Millones pueden acercársele, ¡No yo! ¡Pero es mía! ¿Qué les parece? No puedo decirles lo que me parece a mí. Esta lengua ha olvidado sus inicios, de otra forma no puedo explicármelo. Debutó modestamente conmigo. ¡Y cómo ha crecido! No la reconozco en absoluto. La conocía cuando era taaaaan pequeña. Cuando estaba tan calmada, cuando la lengua era aún mi niño. Ahora se ha hecho inmensa de golpe. Ya no es mi niño. El niño no ha crecido pero se ha hecho grande, no sabe que aún no es suficientemente grande, pero ya está despierto. Está tan despierto que se cubre a sí mismo con su grito, y también los otros que gritan más fuerte que la lengua. Entonces sube a alturas increíbles. Créanme, ¡no quieren oír nada parecido! No estoy orgullosa de este niño, créanme, ¡se lo ruego! Al principio quise que se quedara, tan silencioso como antes, cuando no hablaba. Ahora no quiero que lo barra todo como una tempestad, lleve a los otros a aullar aún más fuerte y levantar los brazos y arrojar objetos duros que mi lengua no puede alcanzar, porque ella nunca ha sido deportista, por mi culpa. No alcanza nada. Lanza, cierto, pero no puede alcanzar. Yo me quedo atrapada, si ella no está. Soy la prisionera de mi lengua que es mi guardiana de prisión. Cómico -¡No me vigila! ¿Tan segura está de mí? ¿Tan segura está de que no voy a huir?, ¿piensa que va a escapar? Pero llega alguien, ya muerto, y me habla aunque no lo pretendiera. Puede, ahora muchos muertos hablan con sus voces asfixiadas, ahora osan porque mi propia lengua ya no me vigila. Porque sabe que no es necesario. Aunque me huya no me pierde. Estoy a su disposición, pero la he perdido. Me quedo. Pero lo que queda no es el hecho de los poetas. Lo que queda está lejos. La grandeza se ha detenido. No ha llegado nada ni nadie. Y si, sin embargo, contra toda expectativa, algo que ni siquiera ha llegado, quisiera quedarse un momento, lo que sigue siendo lo más fugitivo, la lengua, desaparece. Ha respondido a una nueva oferta de empleo. Aquello que debe permanecer está siempre lejos. En cualquier caso no está aquí. Que es lo que nos queda».
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