jueves, 12 de octubre de 2023

Alan Weisman

 


Aunque el canal de Suez había separado ya África de Asia tres décadas antes, en comparación este era relativamente simple: un corte preciso a través de un desierto de arena vacío, sin colinas ni potenciales enfermedades. La empresa francesa que lo construyó se fue después al istmo de 90 kilómetros que separaba las dos Américas con la presuntuosa intención de hacer lo mismo. Por desgracia, subestimaron la densa jungla plagada de malaria y fiebre amarilla, los ríos alimentados por lluvias torrenciales, y una divisoria continental cuyo paso más bajo se hallaba todavía a 80 metros por encima del nivel del mar. Antes de que hubieran abierto siquiera una tercera parte del camino, habían sufrido no solo una bancarrota que conmocionó a toda Francia, sino también la muerte de 22.000 trabajadores.

 Nueve años después, en 1898, un ambicioso subsecretario de Marina estadounidense llamado Theodore Roosevelt encontró un pretexto, basado en una explosión — probablemente debida a una caldera defectuosa — que había hundido un barco norteamericano en el puerto de La Habana, para expulsar a los españoles del Caribe. La denominada guerra hispano - norteamericana pretendía supuestamente liberar a Cuba y Puerto Rico; pero, para sorpresa de los puertorriqueños, Estados Unidos se anexionó su isla. Para Roosevelt, esta se encontraba en una situación perfecta como estación carbonera para el todavía inexistente canal, que eliminaría la necesidad de que los barcos que navegaban entre el Atlántico y el Pacífico tuvieran que descender a lo largo de toda la costa de Suramérica para luego volver a remontarla.

 Roosevelt eligió Panamá en lugar de Nicaragua, cuyo lago navegable del mismo nombre, que habría ahorrado considerables obras de excavación, se hallaba situado entre volcanes activos. Por entonces el istmo formaba parte de Colombia, aunque los panameños habían tratado en tres ocasiones de arrebatarlo al distante e irregular gobierno de Bogotá. Cuando Colombia se opuso a la oferta de Estados Unidos de solo 10 millones de dólares por la soberanía de una zona de unos 10 kilómetros de anchura en torno al proyectado canal, el entonces presidente Roosevelt envió a un cañonero para que ayudara al triunfo definitivo de los rebeldes panameños, a quienes traicionó al día siguiente al reconocer como primer embajador de Panamá en Estados Unidos a un ingeniero francés de la extinta compañía que había de excavar el canal; dicho ingeniero, a cambio de un considerable beneficio personal, firmó de inmediato un tratado aceptando los términos de Estados Unidos.

 Este hecho marcaría la reputación de los estadounidenses en Latinoamérica como gringos piratas e imperialistas, y produciría — 11 años y 5.000 muertos después — la más asombrosa hazaña de ingeniería de toda la historia humana.

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