El moralista tradicional, por ejemplo, dirá que
el amor no debe ser egoísta. En cierto sentido, tiene razón; es
decir, no debe ser egoísta más allá de cierto punto, pero no
cabe duda de que debe ser de tal condición que su éxito su-
ponga la felicidad del que ama. Si un hombre le propusiera a
una mujer casarse con él explicando que es porque desea ar-
dientemente la felicidad de ella y porque, además, la relación
le proporcionaría a él grandes oportunidades de practicar la
abnegación, no creo yo que la mujer se sintiera muy halaga-
da. No cabe duda de que debemos desear la felicidad de aqué-
llos a quienes amamos, pero no como alternativa a la nuestra.
De hecho, toda la antítesis entre uno mismo y el resto del
mundo implícita en la doctrina de la abnegación, desaparece
en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas
distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses,
uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad
dura y aparte, como una bola de billar que no mantiene con
sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda
infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de
integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coor-
dinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay
falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos
no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos.
El hombre feliz es el que no sufre ninguno de estos dos fallos
de unidad, aquél cuya personalidad no está escindida contra sí
misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciu-
dadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le
ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la
muerte porque en realidad no se siente separado de los que
vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con
la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.
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