Fausto es un hipster del siglo XIX . Busca satisfacer sus ansias de autorrealización, explorar las posibilidades expresivas de su propia individualidad. Claro, él lleva ventaja sobre Geoff Dyer porque consigue un pacto con el diablo y no solo un pase VIP para el backstage . Fausto trata de desarrollar su subjetividad a través del conocimiento, el sexo, las experiencias vitales, la transformación del mundo… Pero nada, como Dyer, sigue igual de insatisfecho, al borde de la depresión.
Hoy todos somos así. En vez de un perro que se convierte en Mefistófeles tenemos hipermercados. Nuestras almas rejuvenecen ante el escaparate. Como escribió Nicanor Parra: «Qué le dijo Milton Friedman / a los pobrecitos alacalufes? / A comprar a comprar / quel mundo se vacabar!».
En una época de trabajos precarios donde la ideología política es un chiste sin gracia, llegamos a ser lo que podemos permitirnos consumir. Nos definimos por la lista de la compra. Todo a nuestro alrededor está diseñado para que nuestros gustos mediados por el mercado sean nuestras principales señas de identidad: la tecnología, la música, la ropa, los viajes, la comida… Nos concebimos como agregados de preferencias cuyo único fundamento es que han sido elegidas por nosotros.
Es un viaje desesperado a ninguna parte. La magia del escaparate se evapora tan rápido como pagamos. Los coches pierden un veinte por ciento de valor en el momento en el que salen del concesionario. Tan pronto como nos calzamos las Nike nuevas, se desvanece su aura mágica y vuelven a ser unos zapatos horteras y sobreequipados.
Pero sobre todo, esa comprensión de nosotros mismos es incompatible con la forma en que de hecho afrontamos nuestra realidad material. ¿No es, en el fondo, absurda la idea de que «elegimos» a nuestras parejas sentimentales, con las que construimos una vida en común? ¿En qué catálogo las escogemos? Lo característico de los vínculos interpersonales profundos es en realidad que no son ni imposiciones —como en los matrimonios acordados— ni meras expresiones de preferencias. Lo mismo ocurre con algunas de las experiencias que consideramos más valiosas y características de una vida buena. Nadie prefiere levantarse por la noche para preparar un biberón a un bebé, nadie prefiere participar en una aburridísima asamblea política, nadie prefiere salir a correr bajo la lluvia. Yo diría que ni siquiera nadie prefiere exactamente leer a Proust en vez de encender la tele para ver «Gran Hermano».
Por eso cuando pienso en Fausto siempre me entran ganas de gritarle al protagonista: «Tío, cómprate un perro». Porque, es curioso, lo único con lo que no prueba es a cuidar y ser cuidado, tal vez formando parte de una de las sociedades de apoyo mutuo de trabajadores que en la época de Goethe empezaban a prosperar.
César Rendueles
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