jueves, 16 de junio de 2022

 


Desde el día en que empecé a trabajar, he disfrutado de un gran éxito, riqueza y reconocimiento. Sin embargo, a pesar de todo, mi descontento era permanente. Muy pronto, en mi carrera con gigantes tecnológicos como IBM y Microsoft obtuve una gran satisfacción intelectual acompañada de una gratificación del ego y, sí, gané dinero. Pero descubrí que cuanto mayor era mi fortuna, menor era mi felicidad. La ironía era que, de joven, a pesar de la lucha por encontrar mi camino en la vida y llegar a fin de mes, siempre fui muy feliz. Sin embargo, en 1995, cuando mi esposa, nuestros dos hijos y yo nos mudamos a Dubái, las cosas habían cambiado. Cuando llegamos a los Emiratos Árabes, yo ya había adquirido la costumbre de compararme con mis amigos multimillonarios y siempre me encontraba en desventaja. Y sin embargo —supongo que no soy la primera persona que te cuenta esto—, cuanto «más dinero» ganaba, más desgraciado me sentía. Lo que me llevaba a trabajar más duro y comprar más artilugios con la errónea suposición de que, más tarde o más temprano, todo este esfuerzo me compensaría y encontraría el caldero de oro —la felicidad— supuestamente al final del arcoíris de alto rendimiento. Me convertí en un hámster atrapado en lo que los psicólogos llaman la «rutina hedónica». Cuanto más tienes, más quieres. Cuanto más te esfuerzas, más razones encuentras para esforzarte. Una tarde entré en internet y en dos clics compré dos RollsRoyce vintage. ¿Por qué? Porque podía. Y porque intentaba llenar desesperadamente un agujero en mi alma. No te sorprenderá oír que cuando llegaron esos dos hermosos clásicos del estilismo automovilístico inglés, mi ánimo no se levantó ni un ápice. Llegado a ese punto supe que no podía seguir ignorando el problema. Esa persona agresiva e infeliz que me devolvía la mirada en el espejo no era realmente yo. Había perdido al joven feliz y optimista que siempre había sido y estaba cansado de asumir el papel de este tipo agotado, miserable y violento. Durante la conversación, de pronto descubrí que la felicidad no es algo que tengamos que esperar y buscar como si se tratara de una realidad que hubiera que ganar. Además, no debería depender de condiciones externas, y menos aún de circunstancias tan inconstantes y volubles como el éxito laboral y la adquisición de patrimonio. Hasta entonces mi camino había estado sembrado de éxito y progreso, pero cada vez que avanzaba en ese campo era como si la meta se hubiera desplazado más lejos. Descubrí que jamás alcanzaría la felicidad si me aferraba a la idea de que en cuanto consiguiera esto o aquello o llegara a tal meta sería feliz.


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