miércoles, 29 de junio de 2022

 


Durante más de trece años, Flannery O’Connor vio que el cañón de la pistola apuntaba hacia ella y se negó a desviar la mirada. Sin duda, su fe la ayudó a mantener su espíritu pero, como ella misma sabía, muchas personas religiosas abrigan meras ilusiones y evasiones respecto a su mortalidad y son tan capaces de complacencia y mezquindad como cualquier otra. Ella decidió de forma expresa usar su fatal enfermedad como medio para vivir lo más intensa y satisfactoriamente posible. Entiende: acostumbramos leer con cierta distancia historias como la de Flannery O’Connor. No podemos menos que sentir cierto alivio al vernos en una posición mucho más cómoda. Pero cometemos un grave error al hacerlo. El destino de ella es el nuestro: todos moriremos algún día, todos enfrentamos hoy y siempre las mismas incertidumbres. De hecho, que para Flannery su mortalidad haya sido tan palpable y presente le dio una ventaja sobre nosotros: la impulsó a afrontar la muerte y a hacer uso de la conciencia de ella. Nosotros, por nuestra parte, podemos eludir esa idea, imaginar múltiples aspectos del tiempo que nos aguarda y abrirnos camino por la vida. Y entonces, cuando la realidad nos alcance, cuando recibamos nuestra bala en el costado en forma de una crisis profesional inesperada, el doloroso rompimiento de una relación, la muerte de alguien cercano o incluso una enfermedad que ponga en peligro nuestra vida, no estaremos preparados para manejarla. Nuestra renuencia a pensar en la muerte ha establecido el patrón con el que manejamos otras desagradables realidades y la adversidad. Nos ponemos histéricos y perdemos el equilibrio, culpamos a otros de nuestro destino, nos enojamos y compadecemos de nosotros mismos u optamos por distracciones y maneras rápidas de acallar el dolor. Esto se vuelve un hábito que no podemos quitarnos, y la evasión hace que nos sintamos ansiosos y vacíos. Antes de que eso se convierta en un patrón de por vida, debemos sacudirnos ese estado semionírico de forma real y duradera. Debemos poder ver nuestra mortalidad sin atemorizarnos ni engañarnos con una efímera y abstracta meditación sobre la muerte. Tenemos que reflexionar de verdad en la incertidumbre que la muerte representa: podría llegar mañana, igual que cualquier otra adversidad o separación. Debemos dejar de posponer nuestra conciencia. Tenemos que dejar de sentirnos superiores o especiales y aceptar que la muerte es un destino que todos compartimos y que debería vincularnos de un modo esencialmente empático con los demás. Todos formamos parte de la fraternidad de la muerte. Le daremos así un curso muy distinto a nuestra vida. Si hacemos de la muerte una presencia familiar, comprenderemos que la vida es muy corta y qué es lo que en verdad debería importarnos. Adquiriremos una sensación de apremio y de más profundo compromiso con nuestro trabajo y relaciones. Cuando enfrentemos una crisis, separación o enfermedad, no nos sentiremos tan aterrados y abrumados. No necesitaremos adoptar la evasión. Podremos aceptar que la vida incluye dolor y sufrimiento, y utilizaremos tales momentos para fortalecernos y aprender. Y como en el caso de Flannery, la conciencia de nuestra mortalidad nos librará de ilusiones absurdas e intensificará cada aspecto de nuestra experiencia.

Robert Greene

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