Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de al-
ma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz
si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado
por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el
destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de
par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren
libremente en ella los vientos de todas las partes del universo.
Se verá a sí mismo, verá la vida y verá el mundo con toda la
verdad que nuestras limitaciones humanas permitan; dándose
cuenta de la brevedad e insignificancia de la vida humana,
comprenderá también que en las mentes individuales está
concentrado todo lo valioso que existe en el universo conoci-
do. Y comprobará que aquél cuya mente es un espejo del
mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mun-
do. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los
miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, y seguirá
siendo feliz en el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su
vida exterior.
Dejando estas elevadas especulaciones y volviendo a nuestro
tema más inmediato, que es la importancia de los intereses no
personales, hay otro aspecto que los convierte en una gran
ayuda para lograr la felicidad. Hasta en las vidas más afortu-
nadas hay momentos en que las cosas van mal. Pocos hom-
bres, exceptuando los solteros, no se habrán peleado nunca
con sus esposas; pocos padres no habrán pasado momentos de
gran angustia por las enfermedades de sus hijos; pocos hom-
bres de negocios se habrán librado de períodos de inseguridad
económica; pocos profesionales no habrán vivido épocas en
que el fracaso los miraba a los ojos. En esas ocasiones, la ca-
pacidad de interesarse en algo sin relación con la causa de
ansiedad representa una ventaja enorme. En esos momentos
en que, a pesar de la angustia, no se puede hacer nada de in-
mediato, algunos juegan al ajedrez, otros leen novelas poli-
cíacas, otros se dedican a la astronomía popular y otros se
consuelan leyendo acerca de la excavaciones en Ur, Caldea.
Todos ellos hacen bien; en cambio, el que no hace nada para
distraer la mente y permite que sus preocupaciones adquieran
absoluto dominio sobre él, se porta como un insensato y pier-
de capacidad para afrontar sus problemas cuando llegue el
momento de actuar. Se puede aplicar una consideración simi-
lar a las desgracias irreparables, como la muerte de una per-
sona muy querida. No conviene dejarse hundir en la pena. El
dolor es inevitable y natural, pero hay que hacer todo lo posi-
ble por reducirlo al mínimo. Es puro sentimentalismo preten-
der extraer de la desgracia, como hacen algunos, hasta la úl-
tima gota de sufrimiento. Naturalmente, no niego que uno
pueda estar destrozado por la pena; lo que digo es que hay
que hacer lo posible para escapar de ese estado y buscar cual-
quier distracción, por trivial que sea, siempre que no sea no-
civa o degradante. Entre las que considero nocivas y degra-
dantes están el alcohol y las drogas, cuyo propósito es des-
truir el pensamiento, al menos momentáneamente. Lo que
hay que hacer no es destruir el pensamiento, sino encauzarlo
por nuevos canales, o al menos por canales alejados de la
desgracia actual. Esto es difícil de hacer si hasta ese momento
la vida se ha concentrado en unos pocos intereses, y esos po-
cos están ahora sumergidos en la pena. Para soportar bien la
desgracia cuando se presenta conviene haber cultivado en
tiempos más felices cierta variedad de intereses, para que la
mente pueda encontrar un refugio inalterado que le sugiera
otras asociaciones y otras emociones diferentes de las que
hacen tan insoportable el momento presente.
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