martes, 1 de diciembre de 2020

Bertrand Russell



 Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de al-

ma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz 

si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado 

por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el 

 

destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de 

par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren 

libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. 

Se verá a sí mismo, verá la vida y verá el mundo con toda la 

verdad que nuestras limitaciones humanas permitan; dándose 

cuenta de la brevedad e insignificancia de la vida humana, 

comprenderá también que en las mentes individuales está 

concentrado todo lo valioso que existe en el universo conoci-

do. Y comprobará que aquél cuya mente es un espejo del 

mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mun-

do. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los 

miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, y seguirá 

siendo feliz en el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su 

vida exterior. 

 Dejando estas elevadas especulaciones y volviendo a nuestro 

tema más inmediato, que es la importancia de los intereses no 

personales, hay otro aspecto que los convierte en una gran 

ayuda para lograr la felicidad. Hasta en las vidas más afortu-

nadas hay momentos en que las cosas van mal. Pocos hom-

bres, exceptuando los solteros, no se habrán peleado nunca 

con sus esposas; pocos padres no habrán pasado momentos de 

gran angustia por las enfermedades de sus hijos; pocos hom-

bres de negocios se habrán librado de períodos de inseguridad 

económica; pocos profesionales no habrán vivido épocas en 

que el fracaso los miraba a los ojos. En esas ocasiones, la ca-

pacidad de interesarse en algo sin relación con la causa de 

ansiedad representa una ventaja enorme. En esos momentos 

en que, a pesar de la angustia, no se puede hacer nada de in-

mediato, algunos juegan al ajedrez, otros leen novelas poli-

cíacas, otros se dedican a la astronomía popular y otros se 

consuelan leyendo acerca de la excavaciones en Ur, Caldea. 

Todos ellos hacen bien; en cambio, el que no hace nada para 

distraer la mente y permite que sus preocupaciones adquieran 

absoluto dominio sobre él, se porta como un insensato y pier-

de capacidad para afrontar sus problemas cuando llegue el 

momento de actuar. Se puede aplicar una consideración simi-

lar a las desgracias irreparables, como la muerte de una per-

sona muy querida. No conviene dejarse hundir en la pena. El 

dolor es inevitable y natural, pero hay que hacer todo lo posi-

ble por reducirlo al mínimo. Es puro sentimentalismo preten-

der extraer de la desgracia, como hacen algunos, hasta la úl-

tima gota de sufrimiento. Naturalmente, no niego que uno 

pueda estar destrozado por la pena; lo que digo es que hay 

que hacer lo posible para escapar de ese estado y buscar cual-

quier distracción, por trivial que sea, siempre que no sea no-

civa o degradante. Entre las que considero nocivas y degra-

dantes están el alcohol y las drogas, cuyo propósito es des-

truir el pensamiento, al menos momentáneamente. Lo que 

hay que hacer no es destruir el pensamiento, sino encauzarlo 

por nuevos canales, o al menos por canales alejados de la 

desgracia actual. Esto es difícil de hacer si hasta ese momento 

la vida se ha concentrado en unos pocos intereses, y esos po-

cos están ahora sumergidos en la pena. Para soportar bien la 

desgracia cuando se presenta conviene haber cultivado en 

tiempos más felices cierta variedad de intereses, para que la 

mente pueda encontrar un refugio inalterado que le sugiera 

otras asociaciones y otras emociones diferentes de las que 

hacen tan insoportable el momento presente. 


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