Flaubert se llamaba a sí mismo la pluma humana; yo diría que soy un oído humano. Cuando camino por la calle ‘atrapo’ palabras, frases y exclamaciones, siempre pienso “¡cuántas novelas desaparecen sin dejar rastro!”. Desaparecen en la oscuridad. No hemos sido capaces de capturar el lado conversacional de la vida humana para la literatura. No lo apreciamos, no nos sorprende ni nos encanta. Pero me fascina y me ha hecho su prisionera. Me encanta cómo hablan los seres humanos… me encanta la voz humana solitaria. Es mi más grande amor y mi pasión. El camino hasta este podio ha sido largo: casi cuarenta años yendo de persona en persona, de voz en voz. No puedo decir que siempre he estado recorriendo este camino. Muchas veces he estado conmocionada y asustada de los seres humanos. He experimentado el placer y repugnancia. A veces he querido olvidar lo que he escuchado para volver al momento en que vivía en la ignorancia. Más de una vez, sin embargo, he visto lo sublime en la gente, y he querido llorar. Viví en un país donde se nos enseñó a morir desde la infancia. Nos enseñaron la muerte. Nos dijeron que los seres humanos existen con el fin de dar todo lo que tienen, de agotarse, de sacrificarse. Nos enseñaron a amar a la gente con armas. Yo había crecido en un país diferente, y no podría haber recorrido este camino. El mal es cruel, tienes que vacunarte contra él. Crecimos entre verdugos y víctimas. Incluso si nuestros padres vivían en el miedo y no nos decían todo —y más a menudo no nos dijeron nada— el aire de nuestra vida fue envenenado. El mal mantuvo un ojo vigilante sobre nosotros. He escrito cinco libros, pero siento que todos son uno solo, un libro sobre la historia de una utopía… Varlam Shalámov una vez escribió: “Yo participé en la colosal batalla, una batalla que se perdió, para la auténtica renovación de la humanidad”. Reconstruyo la historia de esa batalla, sus victorias y sus derrotas. La historia de la gente que quiso construir el Reino de los Cielos en la tierra. ¡El Paraíso! ¡La Ciudad del Sol! Al final, lo único que quedó fue un mar de sangre, millones de vidas humanas en ruinas. Hubo un tiempo, sin embargo, cuando no había idea política del siglo XX comparable con el comunismo (o la Revolución de Octubre como su símbolo), un tiempo en que nada atraía más poderosa o emocionalmente a los intelectuales de Occidente y gente de todo el mundo. Raymond Aron llamó a la Revolución Rusa “el opio de los intelectuales”. Pero la idea del comunismo tiene al menos dos mil años de antigüedad. Podemos encontrarla en las enseñanzas de Platón acerca de un Estado ideal; en los sueños de Aristófanes sobre una época en que “todo va a pertenecer a todo el mundo”. En Tomás Moro y Tommaso Campanella… Luego, en [Claude-Henri de] Saint-Simon, Fourier y Robert Owen. Hay algo en el espíritu ruso que obliga a tratar de convertir esos sueños en realidad.
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