El recuerdo más amargo que tengo es el del día en que fui a acompañar a mi madre a recoger unas espigas de trigo caídas en el campo que pertenecía a la comunidad. Cuando vino el guardia del campo, todos los demás se escaparon corriendo a toda velocidad, pero mi madre apenas podía correr con sus dos pies vendados. Fue capturada por aquel guardia que era muy alto y fuerte y le dio a mi madre una bofetada en la cara. Ella no pudo aguantar el golpe y cayó al suelo. El guardia nos quitó las espigas recogidas y se marchó silbando sin preocuparse de nosotros. Mi madre sangraba por la boca mientras seguía sentada en el suelo y en su cara apareció una desesperación que jamás olvidaría en toda mi vida. Muchos años después, cuando el joven guardia del campo se había convertido en un anciano y las canas habían sustituido completamente su cabello negro, me encontré con él en el mercado. Quise lanzarme hacia él para pegarle como venganza, pero mi madre me lo impidió y cogiendo mi mano me dijo con calma: “Hijo, aquel señor que me pegó y este señor mayor no son el mismo”.
Un recuerdo imborrable que tengo es el de un mediodía en la fiesta de Medio Otoño. Habíamos superado muchas dificultades para poder cocer unos raviolis; a cada uno sólo le tocó un cuenco pequeño. Cuando estábamos a punto de empezar, un viejo mendigo se acercó a nuestra casa. Cogí un bol con varias tiras de boniato seco para dárselo, pero sin embargo se volvió enfadado y dijo: “Soy un señor mayor. Vosotros os coméis los raviolis y a mí en cambio me dejáis un poco de batata seca, qué corazón tan frío tenéis”. Sus palabras me irritaron y me defendí: “Tan solo podemos comer raviolis unas pocas veces al año. A cada uno nos tocan unos pocos, apenas pueden llenar la mitad de mi estómago. La batata seca es lo único que nos queda, si no la quieres, ¡vete ya!”. Madre me criticó. Luego levantó su medio bol de raviolis y se los dio todos al señor.
El recuerdo que más arrepentimiento me ha causado es el del día que acompañé a mi madre a vender coles chinas. Por accidente, cobré diez céntimos de más a un señor mayor. Sumé todo el dinero y fui a la escuela. Cuando la clase terminó y volví a casa, vi a mi madre, una mujer que casi no lloraba, llorando con mucha tristeza. Las lágrimas le habían empapado la cara. Mi madre no me regañó sino que dejó escapar suavemente unas palabras: “Hijo, qué vergüenza me has ocasionado”.
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