La Baja Edad Media había sido una buena época para la Iglesia católica romana, que se había convertido en una compañía transnacional que podía sostener la mirada a monarcas seculares y hacerlos pestañear. Además de proclamar cruzadas, Roma podía eludir impuestos, obligar a emperadores arrogantes a arrodillarse penitentes en la nieve, y enviar inquisidores a sembrar el terror entre los lugareños. Tenían ejércitos de monjes guerreros como los templarios, los hospitalarios y los caballeros teutónicos. Los nobles reconcomidos por la culpa habían sobornado a Dios con donaciones de tierras libres de impuestos, dinero en metálico, arte y fondos para la construcción. Los detalles no importan ahora. Todo lo que hay que saber es que en 1500, el papado estaba en la cúspide del mundo. Con el constante flujo de riqueza y poder, la Iglesia católica se había corrompido hasta los cimientos, pero siempre se las arreglaba para aplastar cualquier movimiento reformista antes de que se descontrolase. El reformista checo Jan Hus fue capturado y quemado en la hoguera en 1415. Y a pesar de que el también reformista inglés John Wyclife murió de causas naturales en 1384 antes de que la Iglesia pudiera plantar sus garras sobre él, ésta hizo desenterrar su cadáver y lo quemó unos años después para mostrar su desaprobación. Finalmente, otro reformista, Martín Lutero, sobrevivió a su ira, y la Reforma inició su andadura en 1520. Con la puerta abierta de par en par, personas de todo el noroeste de Europa desertaron de la Iglesia católica. Muchos monarcas apartaron a sus países de la esfera católica y fundaron nuevas iglesias nacionales a medida de sus necesidades locales; sin embargo, las naciones más antiguas y más poderosas, especialmente Francia y España, hacía tiempo que habían obligado a la Iglesia católica a compartir su riqueza y su poder con el estado. Ahora, como socios de pleno derecho con intereses en el bienestar de la Iglesia, estos monarcas no tenían motivo alguno para permitir que la Reforma minase su poder. En estos países, los disidentes tenían que reunirse en la calle si querían practicar las nuevas variantes del cristianismo. Entre los nuevos reformistas que clamaban por toda Europa estaba Juan Calvino, un francés que rápidamente fue expulsado de aquel país y se refugió en Ginebra. Mientras que el luteranismo era catolicismo después de la actuación de los auditores, que lo limpiaron, simplificaron y adaptaron a las necesidades locales, el calvinismo era luteranismo elevado al cuadrado: austero, populista y descentralizado. Denominados hugonotes en Francia y puritanos en Inglaterra, los calvinistas creían en la absoluta pecaminosidad del hombre, que sólo podía ser redimido por la clemencia de Dios. Denunciaban la frivolidad y la corrupción del mundo humano y alentaban a los devotos a vivir en estricta y engreída santidad, sin transigencias. Allí donde arraigó el calvinismo, la guerra civil fue la secuela
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