lunes, 5 de diciembre de 2022

José Antonio Marina



 Pico della Mirandola, en un texto representativo del Renacimiento, hace decir a Dios, refiriéndose al hombre: «Ningún lugar te he dado para que puedas ocuparlos todos». Siglos después, Nietzsche lo reafirma: «Somos una especie aún no fijada». Esta necesidad de buscar nuestro puesto en el universo resume la evolución humana, que pasa de ser una historia zoológica a ser una aventura metafísica. Enfrentarnos a ella supone asistir a la aparición de lo extraordinario. Sófocles sintió ese mismo sobresalto y lo expresó en Antígona: el ser humano es deinós, extraño, terrible, admirable; es polimathos, politropos, capaz de muchas cosas, constructor y destructor de ciudades. Nos definen con la misma objetividad las obras de arte que los instrumentos de tortura. Pretender contar la historia de este ser obliga a viajar de la miseria a la grandeza, del horror a la bondad, del abismo a las cumbres, del espanto a la admiración. Los pensadores existencialistas fueron conscientes de que el ser humano había sido «arrojado a la existencia» y había tenido que inventarlo todo para evadirse del determinismo animal del que procede. Era inevitable que esta lucha desde la oscuridad, esta ascensión desde la cueva platónica para ver el sol, esté llena de sucesos horribles y de episodios magníficos: vivimos tensionados hacia el futuro por problemas, proyectos y preguntas.

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