miércoles, 21 de diciembre de 2022

 Hace unos cuantos de años me encontraba en Londres estudiando ciertos aspectos de la mente humana. Un día, por casualidad, me enteré de que en uno de los museos de la ciudad se estaban exhibiendo una serie de modelos anatómicos del siglo XVII que procedían de Italia y que estaban hechos en cera. Cuando fui, no podía dar crédito al realismo que aquellas figuras tenían. Se podía seguir cada vaso arterial, venoso y linfático hasta el más mínimo detalle. Había modelos de órganos aislados y de cuerpos enteros. Yo, que soy un enamorado de la anatomía humana, estaba disfrutando muchísimo. De repente me fijé en que a unos diez metros de distancia de donde yo me encontraba, había una especie de arco y, más allá del arco, se veían lo que parecían cráneos de animales. Entré decidido en esa pequeña estancia y, efectivamente, en una de las paredes, en una pequeña estantería, estaban colocados unos cráneos de lobo. Me había dado cuenta de que a mi izquierda había dibujada, en otra de las paredes, una bella imagen del anfiteatro anatómico de Padua. En el anfiteatro de Padua es donde aprendieron algunos de los anatomistas más prestigiosos de la época, como el gran Vesalio. Sin duda, llegó a convertirse en el anfiteatro más famoso del mundo entero.

    En lo que no me fijé fue en que, a mi derecha, junto a la pared opuesta a la de la imagen del anfiteatro de Padua, había un banco en el que estaba sentado un chico de unos dieciocho años de edad. De forma completamente inadvertida por mi parte, le estaba tapando la visión del anfiteatro de Padua, al estar yo de pie en medio de ambos.
    Cómo sería el grito que me pegó para que me quitara, que una señora que también estaba viendo los cráneos empezó a temblar. Lo primero que experimenté fue un aumento brutal de la tensión en todo mi cuerpo y un aumento súbito de la frecuencia cardíaca y respiratoria. Noté la fuerza con la que contraía la mandíbula y la ira que sentía hacia aquel ser que me había tratado de una manera tan agresiva. Le miré con furia y percibí en unos instantes todo lo que encontraba de desagradable en él. De repente, como si me golpeara un rayo de cordura, fui plenamente consciente de que tenía una opción, la opción de perdonar, y en mi interior así lo hice. Puedo atestiguar lo que ocurrió porque yo sé que lo viví. Al hacer esa elección desapareció por completo y de forma inmediata toda la tensión que tenía en mi cuerpo, la mandíbula se aflojó, el corazón y la respiración se serenaron, y me invadió un profundo estado de calma y serenidad.
    Como médico, todas estas experiencias me dejan perplejo, porque soy conocedor de los cambios hormonales, musculares y viscerales tan tremendos que ocurren en una descarga de ira, y lo mucho que cuesta, incluso con medicación, reducir la tensión arterial o la simple tensión muscular. Que una simple elección, la de no buscar razones y justificaciones para contraatacar, tenga la capacidad de normalizar todo en un instante, incluso viviéndolo como yo lo viví, resulta difícil de creer. Sin embargo, lo que más me impactó no fue eso, sino que al mirar de nuevo a aquel joven, vi algo que antes no había visto y, de alguna manera, comprendí el sufrimiento que debía de experimentar para haber reaccionado de esa manera. Mi ira se convirtió en compasión, que no es lo mismo que lástima, ya que la compasión lo que implica es una conexión con el sufrimiento de la otra persona.
    Por alguna razón, tal vez esa persona se había sentido ignorada o despreciada por mí, y eso quizás activó algunos recuerdos dolorosos. Considero que mi falta de reacción tuvo algún impacto en aquel joven, ya que ahora me parecía que estaba más sereno y tranquilo.
    Aquel día aprendí algo muy importante, que, con mayor o menor acierto, intento aplicar cada día. Fui consciente de que los fuegos no se apagan con gasolina, sino con agua, y que eso implica parar la reacción automática por razonable que me parezca y elegir quién quiero ser en ese momento.
    Sé que solemos pensar que la clave de todo es «hacer» para así «tener» y luego «ser». Llevar a cabo algunas acciones para tener ciertas cosas que nos permitan, a su vez, ser conocidos, prestigiosos o felices. Creo que ése no es un esquema saludable y, que tal vez, podríamos invertirlo. Cuando lo primero que uno busca es el ser, el hacer es congruente con ese ser, y eso es lo que da lugar al tener. Sólo desde el ser equilibrado, auténtico, íntegro y compasivo pueden nacer acciones tan diferentes en su cualidad que acaban cristalizando en nuevas realidades. Es nuestro nivel de consciencia lo que determina nuestro nivel de ser. La consciencia ordinaria equivale al plano de lo razonable y, por eso, se hace lo que es lógico hacer y se obtiene lo que es sensato obtener. Cuando se accede al nivel de consciencia no ordinaria, se hace lo que se hace, no porque uno tenga razones, sino porque así lo elige y por eso se obtiene algo por una parte extraordinario y por otra inesperado.
    Resumen final
    Cuando trabajamos para actuar en base no a nuestras emociones sino a nuestras elecciones, es cuando actuamos en libertad.

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