JOSÉ EMILIO PACHECO
—¿Conoce usted a Carlos Monsiváis?
—No, para nada.
—Pero ha sido amigo suyo durante cincuenta años.
—Es cierto, sin embargo esa eternidad no me autoriza a decir que lo conozco. Oportunidades no han faltado: durante la adolescencia y la juventud, inmensas caminatas nocturnas por la ciudad de México, después largos trayectos aéreos, prolongadas estancias compartidas en otros países. Y no me refiero nada más a la vida íntima: en torno a él hay datos esenciales que ignoro por completo o acabo de enterarme de ellos.
—¿Por ejemplo?
—Algo tan importante como el lugar de su nacimiento. Por la Guía literaria del Centro Histórico que hizo Pável Granados, supe que Monsiváis había nacido en el edificio de Rosales en donde estuvo la Universidad Obrera y más tarde el Teatro del Caballito que recuerdo como primera sede del grupo Poesía en Voz Alta.
—¿Existe?
—Desapareció en 1964 cuando el entonces regente Uruchurtu demolió sin ninguna necesidad toda esa manzana para abrir el Paseo de la Contrarreforma. Se perdieron el edificio antiguo de Relaciones Exteriores, donde visitábamos a Octavio Paz y a Carlos Fuentes y un día fuimos presentados a José Gorostiza; la sede del PAN, antes un hotel que había sido el cuartel general de Álvaro Obregón, y la casa en que, bajo el mandato de Henry Lane Wilson, Huerta, Félix Díaz y Manuel Mondragón, el padre de Nahui Olin, firmaron el Pacto de la Ciudadela y la sentencia de muerte de Madero y Pino Suárez.
Para Monsiváis, para Sergio Pitol y para mí aquella plaza era un lugar importante porque enfrente estaban el café Kikos y la antigua librería de El Caballito. Pero Monsiváis jamás nos dijo: “Aquí nací”.
—¿Y acerca de su infancia?
—Sé menos todavía. Me hubiera gustado preguntarle, pero jamás me dio la oportunidad, sobre algo que aparece en dos líneas supuestamente humorísticas de su 'Autobiografía' de 1966. Al lado de las incesantes atrocidades de nuestra época, hay una conciencia que no existía antes acerca de problemas tan graves como el abuso sexual y el acoso escolar y los daños irreparables que provocan. Monsiváis habla sonriente y como de pasada de lo que significó para él ser el único niño protestante en una escuela laica en la que sin embargo todos sus condiscípulos —aquí no puedo emplear el término “compañeros”— eran católicos.
Usted no puede imaginarse la virulencia de la intolerancia en aquellos años. Y al mismo tiempo se consideraban como algo meritorio y divertido lo que ahora vemos como auténticos crímenes. Por ejemplo, un maestro universitario, caballero cristiano decentísimo, padre de muchos hijos y pilar de la sociedad, nos invitaba a comer para vanagloriarse deportivamente ante nosotros sus alumnos de cómo, bajo otra identidad y promesa de matrimonio, seducía a sirvientas adolescentes y a muchachitas de las secundarias populares. Era como el cazador que presume de las liebres o las palomas abatidas en su última excursión de caza. Siempre me pareció algo terrible, pero tuve la cobardía de no reprochárselo y me arrepiento ya muy tarde.
—Entonces, ¿cree usted que la obra de Monsiváis es un largo ajuste de cuentas del niño que fue con ese México y todo lo que significa?
—Señalo el dato, de momento no me atrevo a hacer interpretaciones. Nada más le digo que esa situación tuvo su otra cara: el marginal que no participa en las diversiones de su edad es el lector y el espectador nato, por así decirlo. Además, y esto sí se ha apuntado, ese niño se forma en la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, una obra maestra del Siglo de Oro a la que nunca se toma en cuenta como parte esencial de la gran literatura española, mientras para la mayoría de sus contemporáneos la prosa castellana era lo que leían en las más veloces y descuidadas traducciones, pagadas a un céntimo por línea...
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Fragmento de una entrevista que JEP se hizo a sí mismo en torno a Carlos Monsiváis en sus 70 años, publicada en la revista Nexos en mayo de 2008.
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