El tema en clase de Milgram aquel día era la fuerza con la que las normas sociales controlan el comportamiento. Él tuvo entonces la idea de examinar el fenómeno en la vida real, pidiendo a sus alumnos que se acercaran a una persona cualquiera en el metro y, sin dar justificación alguna, se la quedaran mirando a los ojos y le pidieran que les cediera su asiento. Una tarde, el propio Milgram subió al metro decidido a hacer él también su aportación personal al experimento. Pese a los años que llevaba ya observando patrones perturbadores en la conducta humana y teorizando sobre ellos, ese día pudo comprobar lo poco preparado que estaba para su propio momento de confrontación social. Confiado en que sería una travesurilla sencilla, Milgram se acercó a un pasajero y, cuando estaba a punto de pronunciar la «frase mágica», «fue como si las palabras se me hubieran quedado atascadas en la tráquea y no quisieran salir. Me quedé allí, inmóvil, durante unos instantes y luego me retiré. [...] Estaba paralizado por la inhibición». El psicólogo se obligó finalmente a sí mismo a probar de nuevo. Así cuenta lo que ocurrió cuando, por fin, se acercó a otro pasajero y «desatoró» de su garganta lo que quería pedirle: «Perdone, señor, ¿me cede su asiento?» Un momento del pánico anómico más crudo se apoderó de mí. Pero el hombre se levantó enseguida y me cedió el asiento. [...] Al sentarme en él, sentí la irresistible necesidad de comportarme de un modo que justificara la petición que acababa de hacer. Así que hundí la cabeza entre las rodillas y sentí cómo mi rostro iba palideciendo por momentos. Y no estaba haciendo teatro. Realmente me sentía como si me fuera a morir allí mismo. Instantes después, el tren se detuvo en la siguiente estación y Milgram bajó de él. Se sorprendió al sentir cómo, nada más salir del vagón, «toda la tensión desapareció». Milgram salió del metro, donde vibraba en sintonía con los otros, y esa salida le permitió regresar a su propio yo. Días después, cuando él y sus estudiantes dieron parte de sus experiencias respectivas, Milgram extrajo tres conclusiones claves de todo aquel experimento. La primera era que había servido para tomar conciencia del peso y de la gravedad que tiene esa «enorme ansiedad inhibitoria que normalmente nos impide infringir normas sociales». La segunda era que las reacciones del «infractor» no son tanto expresión de su personalidad individual como «una representación obligada de la lógica de las relaciones sociales». La intensa «ansiedad» que Milgram y sus alumnos sintieron al enfrentarse a una norma social «forma una barrera imponente que hay que superar, tanto si la acción en cuestión tiene alguna trascendencia —un acto de desobediencia a la autoridad, por ejemplo— como si es trivial, como lo es pedir a alguien que nos ceda su asiento en el metro. [...] La vergüenza y el miedo a vulnerar normas aparentemente triviales suelen atraparnos en unos dilemas insoportables. [...] No son unas fuerzas regulativas menores en la vida social, sino básicas». Por último, Milgram comprendió que, en cualquier confrontación con las normas sociales, tiene una importancia crucial la posibilidad de escapar. No fue un adolescente quien subió al metro aquel día. Milgram era un adulto erudito y experto en conducta humana, sobre todo en los mecanismos implicados en la obediencia a la autoridad, la influencia social y la conformidad. El metro era un simple pedazo de vida corriente más, y no toda una arquitectura intensiva en capital dedicada a la vigilancia y la modificación de la conducta: no era un «dispositivo de recompensa personalizada». Y, aun así, Milgram no fue capaz de sacudirse la ansiedad de la situación. Lo único que la hizo soportable fue la posibilidad de salir de ella. A diferencia de Milgram, sin embargo, nosotros nos enfrentamos a una situación insoportable. Como los jugadores que ya han sido absorbidos por las máquinas que los tienen atrapados en el seno materno del sistema, se supone que también nosotros tenemos que fusionarnos con este y jugar hasta nuestra extinción: no la extinción de nuestros fondos económicos, sino la de nuestros yoes. La extinción es un rasgo de diseño que ha quedado formalizado en las condiciones mismas que impiden que haya salida alguna. El objetivo de los afinadores es contenernos dentro del «poder de las circunstancias inmediatas», obligados por la «lógica de las relaciones sociales» imperante en la colmena a plegarnos a la presión social ejercida a través de unos patrones calculados para sacar provecho de nuestra empatía natural. Unos bucles de retroalimentación cada vez más ajustados cortan las vías de salida y crean unos niveles imposibles de ansiedad que hacen que esos bucles se orienten más aún si cabe hacia la confluencia. Lo que se busca matar en todo ese proceso es el impulso interno a la autonomía y a la ardua y emocionante elaboración del yo autónomo como fuente de juicio y de autoridad morales, ese yo capaz de pedir que le cedan un asiento en el metro o de levantarse contra el poder incontrolado.
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