martes, 23 de febrero de 2021



 Tal vez la contribución más importante de Aristóteles a la filosofía y la psicología —parte de la visión mundial limitada que propuso— sea el principio de no contradicción: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Por ejemplo, un «caballo» no puede ser su contradicción, un «no caballo»; una persona no es una «no persona». Según Aristóteles, el principio de no contradicción es axiomático y obvio y no es necesario probarlo: «Es imposible que un objeto pueda pertenecer y no pertenecer al mismo objeto al mismo tiempo y en el mismo sentido». Al principio de no contradicción de Aristóteles, le sigue, lógicamente, el principio de identidad, que sostiene que una cosa es idéntica a sí misma: una persona es una persona, una emoción es una emoción, un gato es un gato, un número es un número. El principio de identidad es la base de la lógica y las matemáticas y, por extensión, de una filosofía coherente y significativa. Aristóteles nos dice que sin los principios de no contradicción e identidad sería «absolutamente imposible demostrar nada: el proceso se prolongaría indefinidamente, y el resultado sería que no se podría demostrar nada de nada». Ni siquiera podríamos estar de acuerdo con el significado de una palabra si no aceptáramos que una cosa es idéntica a sí misma. Incluso la palabra «palabra» o la palabra «aceptar» serían sonidos sin ningún significado si no estuvieran limitados por su identidad. Gracias a que implícitamente aceptamos el principio de identidad, podemos comunicarnos y (normalmente) entendernos. El principio de identidad implica reconocer que una cosa es lo que es, con todas las implicaciones de ser lo que es. En otras palabras, algunas cosas son lo que son a pesar de lo que a una persona —o a todo el mundo— le gustaría que fueran. En una ocasión, Abraham Lincoln preguntó medio en broma: «¿Cuántas patas tiene un perro si llamas pata a la cola?». ¿Su respuesta? Cuatro, porque «llamar pata a la cola no la convierte en pata». El principio de identidad puede parecer obvio, pero influye mucho en la forma de vivir la vida. Todos, no sólo los filósofos, hemos de aceptar las implicaciones de este principio: no reconocer —y no actuar sobre la base de ese reconocimiento— que una cosa es idéntica a sí misma, puede tener consecuencias nefastas. Si, por ejemplo, una persona trata un camión como algo que no es un camión —como una flor, por ejemplo—, corre el riesgo de que la atropellen; de forma parecida, si trata el veneno como si fuera comida, seguramente morirá. Cuando decimos que una cosa tiene una identidad, estamos diciendo que es de una naturaleza específica. Un camión, por ejemplo, es sólido, duro, tiene una determinada masa...; el veneno posee una composición química concreta, actúa de una forma determinada cuando entra en el flujo sanguíneo. Vivir de acuerdo con la ley de la identidad y la ley de la no contradicción no es una opción, es una necesidad. No resulta extraño que los filósofos o los políticos desarrollen sistemas políticos o éticos que no tengan en consideración el principio de identidad. Negarse a aceptar que un ser humano es un ser humano y, al mismo tiempo, prescribir códigos de conducta para la sociedad es como cruzar la calle negándose a reconocer la naturaleza de un camión —y, en el caso de la ética o la política, las consecuencias son igual de graves, pero a una escala mucho mayor. Si bien a la mayoría le resulta fácil respetar el principio de identidad cuando se trata de objetos físicos como camiones o veneno, a muchos nos resulta difícil respetarla cuando se trata de nuestros sentimientos, especialmente si son indeseables, porque ponen en peligro la idea que tenemos de nosotros mismos. Si bien para mí es importante verme como una persona valiente, puedo negarme a aceptar que algunas veces tengo miedo; si bien me considero una persona generosa, a veces me resulta difícil aceptar sentimientos de envidia. Pero si quiero gozar de una buena salud psicológica, antes que nada debo aceptar que me siento como me siento. Tengo que respetar la realidad. El psicólogo Nathaniel Branden considera que este respeto a la realidad constituye la base de la salud mental.4 La autoaceptación —admitir la realidad de mis emociones, mis fracasos o mis éxitos— implica aceptar el principio de identidad y aplicarlo a la psicología humana. En palabras de Branden: «La aceptación de uno mismo es, de una forma muy simple, realismo. Es afirmar que lo que es, es; que lo que siento, lo siento; que lo que pienso, lo pienso; que lo que he hecho, hecho está». Y del mismo modo que el principio de identidad es la base de cualquier filosofía coherente y lógica, la autoaceptación resulta fundamental para una psicología sana y feliz.

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