En la vida cotidiana de la mayoría de las personas el miedo desempeña un papel
de mayor importancia que la esperanza; están preocupadas pensando más en lo que
los otros les puedan quitar que en la alegría que pudiesen crear en sus propias vidas y
en las vidas de los que están en contacto con ellas.
No es así como hay que vivir. Aquellos cuyas vidas son provechosas para ellos
mismos, para sus amigos o para el mundo, están inspirados por una esperanza y
sostenidos por la alegría; ven en su imaginación las cosas como pudieran ser y el
modo de realizarlas en el mundo. En sus relaciones particulares no se preocupan de
encontrar el cariño o respeto de que son objeto; están ocupados en amar y respetar
libremente, y la recompensa viene por sí, sin que ellos la busquen. En su trabajo no
tienen la obsesión de los celos por sus rivales, sino que están preocupados con la cosa
actual que tienen que hacer. No gastan en política, tiempo ni pasión defendiendo los
privilegios injustos de su clase o nación; tienen por finalidad hacer el mundo en
general más alegre, menos cruel, menos lleno de conflictos entre doctrinas rivales y
más lleno de seres humanos que se hayan desarrollado libres de la opresión que
empequeñece y frustra.
Una vida vivida en este espíritu —el espíritu que quiera crear más bien que
poseer— tiene una fundamental felicidad, de la cual no puede privarse enteramente
aun en circunstancias adversas. Es éste el modo de vivir recomendado en los
Evangelios y por todos los grandes apóstoles del mundo. Aquellos que lo han
encontrado están liberados de la tiranía del miedo, puesto que lo que estiman más en
sus vidas no puede ser tocado por ninguna potencia externa. Si todos pudieran tener
el coraje y la visión para vivir así, a pesar de los obstáculos y el desánimo, no habría
necesidad de una reforma política y económica para empezar la regeneración del
mundo; todo lo que hace falta a manera de reforma vendría automáticamente, sin
oposición, a causa de la regeneración de los individuos. La doctrina de Cristo ha sido
aceptada nominalmente por el mundo hace muchos siglos, y, a pesar de esto, los que
la siguen están todavía perseguidos como en la época anterior a Constantino. La
experiencia ha demostrado que son muy pocos los que saben percibir detrás de las
maldades aparentes de la vida de un paria la alegría interior que procede de la fe y de
la esperanza creadora. Si el dominio del miedo tiene que ser vencido, no basta, por lo
que se refiere a la masa, recomendar coraje e indiferencia en la desgracia; es preciso
destruir las causas del miedo, hacer que una buena vida cese de ser aquella que tiene éxito en el sentido mundano y disminuir el daño que pueden sufrir aquellos que no
tienen celo para defenderse.
Cuando analizamos el mal en las vidas que conocemos, encontramos que éste
puede ser dividido en tres clases: primera, el que se deben a una causa física; entre
ellas caben la muerte, el dolor y las dificultades de encontrar los medios necesarios
para vivir; éstos los llamaremos «males físicos»; segunda, los que provienen de los
defectos del carácter o de la capacidad de una persona; entre éstos se hallan la
ignorancia, la falta de voluntad y las pasiones violentas; éstos los llamaremos «males
de carácter»; tercera, los que dependen del poder de un individuo o de un grupo sobre
otro; éstos consisten no solamente en la tiranía evidente, sino de toda intervención en
el libre desarrollo, sea por la fuerza o por una influencia espiritual excesiva, tal como
puede ocurrir en la educación; éstos los llamaremos «males del poder». Un sistema
social puede ser juzgado según prevalezca en él uno de estos tres males.
La distinción entre las tres no puede ser rigurosamente definida. Una maldad
puramente física tiene algo que nosotros no podemos nunca completamente vencer;
no podemos abolir la muerte, pero frecuentemente podemos posponerla por medio de
la ciencia, y tal vez, finalmente, será posible asegurar que la gran mayoría viva hasta
la vejez; no podemos prevenir enteramente el dolor, pero sí disminuirlo
indefinidamente, asegurando a todos una vida de buena salud; no podemos lograr que
la tierra entregue sus productos en abundancia sin trabajar, pero sí disminuir la labor
y perfeccionar sus condiciones hasta que deje de ser una maldición. Las maldades del
carácter son muchas veces los resultados de una maldad física en la forma de alguna
enfermedad, y todavía más los resultados de las maldades del poder, pues la tiranía
envilece tanto a los que la ejercitan como (generalmente) a los que la padecen. Las
maldades del poder son intensificadas por las maldades del carácter en los que tienen
el poder. Por todas estas razones, las tres maldades están unidas. No obstante,
generalizando, logramos distinguir entre nuestras desgracias aquellas que tienen su
causa inmediata en el mundo material de aquellas que se deben a nuestros propios
defectos y aquellas que vienen de nuestra sujeción al control de otros.
Los medios principales para combatir estas maldades son: para los males físicos,
la ciencia; para los males del carácter, la educación (en su sentido más amplio) y la
libertad de expresión para todos los impulsos, a excepción del instinto para dominar;
para los males del poder, la reforma de la organización política y económica de la
sociedad, de tal modo que la intervención de un hombre en la vida de otro sea
reducida al mínimum posible.
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