Podríamos esperar que un acceso inesperado a la gloria o la riqueza hiciera que se cumpliesen todos nuestros deseos, pero la satisfacción que producen tales acontecimientos casi siempre es de corta duración y no incrementa en absoluto nuestro bienestar. Conocí a una célebre cantante taiwanesa que, después de habernos descrito el malestar y el hastío que le producían La riqueza y la gloria, exclamó, deshecha en lágrimas: ojalá no me hubiera hecho famosa!* Un estudio ha demostrado que unas circunstancias inesperadas (que te toque el primer premio de la loteria, por ejemplo) producen un cambio temporal del nivel de placer. pero pocas modificaciones a largo plazo en el temperamento feliz o desdichado de los sujetos afectados.' En el caso de los agraciados con un premio de la lotería, resultó que la mayoría de ellos atravesaron un periodo de júbilo inmediatamente después de su golpe de suene, pero que un año más tarde habían recuperado su grado de satisfacción habitual. Y en ocasiones, un acontecimiento como ése, a priori envidiable, desestabiliza la vida del feliz ganador*. El psicólogo Michael Argyle cita el caso de una inglesa de veinticuatro arios a la que le tocó el premio gordo, más de un millón de libras esterlinas. Dejó de trabajar y acabó por aburrirse; se compró una casa nueva en un barrio elegante, lo que la alejó de sus amigos; se compró un buen coche aunque no sabía conducir; se compró infinidad de ropa, gran parte de la cual no salió nunca de los armarios; iba a restaurantes de lujo, pero prefería comer varitas de pescado frito. Al cabo de un año, empezó a padecer depresión, ya que encontraba su existencia vacía y desprovista de satisfacciones.
Toda jovialidad superficial que no reposa sobre una satisfacción duradera va invariablemente acompañada de una recaída en el abatimiento. A nadie se le escapa que la sociedad de consumo se las ingenia para inventar incesantemente infinidad de placeres falsos, euforizantes y laboriosamente repetidos, destinados a mantener un estado de alerta emocional que desencadena bastante diabólicamente una forma de anestesia del pensamiento. ¿Acaso no hay un abismo que separa esas <felicidades en lata» de la dicha interior?
¿Cómo no concebir, entonces, que quien ha dominado su mente y desarrollado una profunda paz interior pueda volverse prácticamente invulnerable a las circunstancias exteriores? Aunque tales personas no abunden, el simple hecho de que existan reviste un significado considerable para la dirección y la orientación de nuestra vida.
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