No fue una esposa ni una madre común; posiblemente se vio a sí misma como la encarnación de la Patria o su más fiel servidora. Lo que para la historia oficial fue descrito como generosidad, devoción y entrega incondicional a la República, ante los ojos de la gente podía ser entendido como locura. El amor convertido en resignación desapareció por completo hasta que el dolor se convirtió en malsana obsesión.
Agustina Ramírez era nativa de Mocorito, Sinaloa. Mujer del pueblo, sin mayores horizontes económicos que los que le permitían vivir día a día, había nacido en los momentos más violentos de la guerra de independencia, por el año de 1813. Contrajo matrimonio con Severiano Rodríguez, hacia la década de 1830. No había miel ni excesos sentimentales en su relación; hicieron su vida juntos, más para acompañarse que para trazar juntos un proyecto común y cumplieron con los dictados de la época: dejar numerosa descendencia. No tuvieron límites, procrearon 12 hijos y apenas sobrevivían.
Cuando estalló la guerra de Reforma en 1858, Severiano se incorporó a las filas liberales, no tanto por convicción como por la posibilidad de obtener un salario constante. A partir de entonces, la biografía de Agustina “fue una lista luminosa de trece fechas fúnebres” –escribió su biógrafo José Ferrel en 1894-. Severiano cayó muerto el 3 de abril de 1859 cuando los liberales asaltaron y tomaron Mazatlán. Agustina lo lloró sin excesos y como una forma de duelo, asumió la causa de su marido como propia.
Sin deberla ni temerla, sacrificó la seguridad y el amor –si lo había- por sus hijos y los obligó a incorporarse a las filas republicanas en la lucha contra el imperio. “Os los entrego, porque cuando la patria está en peligro, los hijos ya no pertenecen a los padres” –expresó.
Uno a uno, sus hijos fueron cayendo en los campos de batalla: Librado, Francisco, José María, Manuel, Victorio, Antonio, Apolonio, Juan, José, Juan Bautista, Jesús y Francisco (segundo). Como toda una soldadera, Agustina los acompañaba en la campaña, los procuraba y si morían se encargaba de darles sepultura.
En una ocasión, uno de sus hijos desertó. “Y entonces la Ramírez sintió –continúa Ferrel-, con el agudo dolor de madre, el dolor inmenso y la infinita vergüenza de su patriotismo engañado. El ejército no podía distraerse en buscar y aprehender desertores y la Ramírez, llena el alma de amargura, abandonó el campamento para ir en pos del hijo prófugo. Lo aprehendió y lo condujo ante el general en jefe. Ante su presencia le habló al desertor y le expresó: -‘Hijo, espero que no volverás a querer matar a tu madre’. Luego volviéndose al general, le miró con los ojos arrasados en llanto y le dijo: -‘Aquí lo tiene usted; no se volverá a desertar porque yo me moriría’”. Su hijo murió días después a manos de los franceses.
“Serena majestuosa, con la confianza del que se acerca a Dios –escribió Ferrell, quien conoció a la hermana de Agustina y le refirió su historia-, fue la Ramírez cumpliendo con su tremenda misión de sacrificadora y sepulturera de sus propios hijos. ¿Cómo no estalló su razón, si las madres la tienen tan frágil para el golpe que les asesta la muerte de un hijo?”
Sólo Eusebio Rodríguez, el más joven de sus hijos, logró sobrevivir a la guerra de intervención, no obstante que también había formado parte del ejército republicano como corneta en un batallón a la edad de once años. Ante los ojos de su madre, no tuvo la fortuna de seguir el destino de sus hermanos, en cambio había conservado la vida. La muerte fue su constante y siniestra enamorada. Agustina nunca dio mayor explicación y ninguno de sus hijos, antes de fallecer se atrevieron a cuestionarla. Amor y muerte se convirtieron en sinónimos.
Según cuenta la historia, cada vez que perdía a uno de sus hijos, Agustina volteaba al cielo y expresaba: “¡Gracias a ti Dios mío, porque me los quitas por la patria!”. Después de la guerra, sin más familia que su hijo Eusebio, Agustina vivió con una magra pensión y en la mayor de las miserias, olvidada por todos.
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