Los encuentros entre los seres humanos —a menudo lo veo así— son como el cruzarse de trenes que pasan a toda velocidad en la profundidad de la noche. Son fugaces, apresuradas las miradas con las que intentamos ver a los otros, sentados detrás de los vidrios opacos a la luz crepuscular, que desaparecen de nuestra vista antes de que podamos distinguirlos. ¿Eran en verdad un hombre y una mujer los que pasaron como alucinaciones en el marco iluminado de una ventana que surgió de la nada, sin sentido y sin destino, como recortado en esa negrura deshabitada? ¿Se conocían? ¿Hablaban? ¿Reían? ¿Lloraban? Se dirá: lo mismo puede suceder cuando dos desconocidos se cruzan en la lluvia y el viento; esa comparación es posible. Pero pasamos muchas horas sentados frente a otros, comemos y trabajamos juntos, estamos acostados uno junto al otro, vivimos bajo un mismo techo. No son estos encuentros fugaces. Y sin embargo, todo aquello con que nos engañan la permanencia, la confianza y el conocimiento íntimo, ¿no es acaso más que una ilusión creada para tranquilizarnos, para cubrir, conjurar esa fugacidad inquietante, porque sería imposible tolerarla continuamente? Cada mirada del otro, cada intercambio de miradas, ¿no es como un brevísimo, fantasmagórico encuentro de miradas entre viajeros que se cruzan, ensordecidos por la velocidad impensable y el golpe del viento que hace temblar y resonar todo? ¿No se deslizan nuestras miradas sin detenerse sobre el otro, como en un veloz encuentro nocturno, dejándonos atrás sin otra cosa más que conjeturas, pensamientos fragmentarios, presuntas descripciones? ¿No es verdad acaso que no son los seres humanos quienes se encuentran; sino las sombras que proyectan sus propias representaciones?
Pascal Mercier
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