La distancia que nos separa de los otros se vuelve aún mayor cuando cobramos conciencia de la diferencia entre la percepción que tienen los otros de nuestra forma exterior y la percepción que logramos a través de nuestros propios ojos. No miramos a los seres humanos como miramos las casas, los árboles o las estrellas. Miramos a los seres humanos con la expectativa de poder enfrentarnos a ellos de determinada manera y así hacerlos parte de nuestro propio ser íntimo. Nuestra imaginación los recorta de manera tal de poder adaptarlos a nuestros deseos y expectativas, pero también confirmar en ellos los miedos y prejuicios propios. Nunca llegamos, seguros y libres de prejuicios, a la forma externa de otro. Nuestra mirada se desvía, se enturbia, porque intervienen los deseos y los fantasmas que nos convierten en quienes somos, seres especiales e inconfundibles. El mismo mundo exterior de un mundo interior es una parte más de nuestro mundo interior, mucho más lo son los pensamientos que albergamos sobre el mundo interior de los otros; tan inciertos y lábiles, que expresan mucho más sobre nosotros mismos que sobre los otros. El hombre del cigarrillo, ¿cómo ve a ese otro hombre, excesivamente erguido, de rostro delgado, labios plenos y anteojos de marco dorado sobre la nariz recta y afilada, cuya imagen se me presenta desde hace mucho tiempo? ¿Cómo se inserta esa forma en el esquema de sus placeres y displaceres; en el diseño habitual de su alma? ¿Cuáles son los aspectos de mi apariencia que su mirada exagera, resalta? ¿Cuáles deja de lado, como si no tuviera acceso a ellos? Ese desconocido que fuma se formará sin duda una imagen caricaturesca de mi reflejo y su imagen mental de mis pensamientos será caricatura sobre caricatura. Somos así doblemente extraños el uno para el otro, pues entre nosotros se alza no sólo el falaz mundo exterior sino también la falacia de la imagen de ese mundo que se forma en cada mundo interior. Esta extrañeza, esta distancia, ¿es un mal? ¿Acaso un pintor debería dibujarnos estirando desesperadamente los brazos, intentando en vano llegar a los otros? ¿O su pintura debería más bien presentarnos expresando el alivio de que exista tal doble barrera, porque es a la vez una muralla protectora? ¿Deberíamos estar agradecidos por la protección que nos brinda esa extrañeza respecto del otro? ¿Por la libertad que nos permite? ¿Cómo será enfrentarnos al otro sin la protección de esa doble refracción que presenta el cuerpo? Si no hubiera entre nosotros algo falaz separándonos, ¿no sería como precipitarnos dentro del otro?
Pascal Mercier
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