martes, 14 de mayo de 2024

 La flexibilidad es el mantra empresarial que se adapta como un guante a la sociedad líquida o viceversa. Y así como en la liquidez descrita por Bauman los individuos tienden a establecer vínculos afectivos frágiles, de fácil ruptura, la cultura del nuevo capitalismo legitima con el concepto de flexibilidad el procedimiento de deshacerse del material humano sobrante en las empresas.

 La «flexibilidad del mercado laboral» es el circunloquio por el cual el discurso dominante alude a su utopía de disponer de una fuerza de trabajo de usar y tirar. Valga la voz del Nobel de Economía Gary Becker, formado en la Universidad de Chicago, como representante de los miles que celebran el eufemismo: «La flexibilidad del mercado laboral de Silicon Valley indica que las naciones que quieren fomentar los centros de alta tecnología deberían facilitar la contratación y el despido de los trabajadores, en lugar de legislar grandes indemnizaciones por despido o limitar la jornada laboral». En 2007, Becker recibió de manos de George W. Bush la medalla presidencial de la libertad.

 El dinamismo perpetuo exige desprenderse con facilidad del lastre. La flexibilidad, no obstante, sólo se predica en una dirección: los mismos directivos de esas empresas que la reivindican para los demás se aseguran para sí indemnizaciones millonarias en caso de ser despedidos. Será porque finalmente incluso a los más decididos adalides del cambio les conforta disponer de una seguridad futura, y el dinero resulta ser un buen mecanismo para afrontar con sosiego la posibilidad de perder el empleo.

 La flexibilidad obtiene el marchamo de lo moral, por supuesto, cuando se vincula a la libertad: el empleador contrata y despide libremente, aseguran algunos ideólogos, del mismo modo que el empleado es libre de dejar un trabajo cuando le plazca y cambiar de empresa. Al plantearlo como un problema de libertad, se olvida una obviedad que parece conveniente recordar: el trato igual a individuos que ostensiblemente ocupan posiciones distintas genera desigualdad. La legislación laboral se fundamenta en la convicción de que en una relación asimétrica la parte más débil requiere protección. Y no se llegó a esa creencia por una cuestión de espíritu compasivo, sino porque la realidad social, las tensiones, las huelgas y la irrupción de un movimiento obrero organizado y fuerte ayudó al poder empresarial a comprender la necesidad de regulación. Ese establishment actúa hoy como si nada de eso hubiera ocurrido: también desprenderse del pasado, vivir sin memoria, no atender las lecciones de la historia, forma parte de su condición flexible.

Irene Lozano

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