Anne, mi mujer, era un ser irreal, de una luminosa belleza, casi imposible. Demasiado hermosa para ser feliz, pero eso lo supe cuando ya era demasiado tarde. Me pasaba horas mirándola. A veces ella se daba cuenta y me lo reprochaba: «Deja ya de mirarme», exclamaba, «me molestas.» Pero observarla vivir se había convertido en mi espectáculo favorito. En general, a los chicos como yo, que se consideraban feos cuando eran niños, les parece tan increíble el hecho de seducir a una chica guapa que las piden en matrimonio con cierta premura. Lo que sucede después no es muy original: para no entrar en detalles, digamos que nos fuimos a vivir juntos a un apartamento demasiado pequeño para un amor tan grande. A causa de eso, salíamos demasiado a menudo de nuestra casa, y nos vimos arrastrados por un remolino bastante corrompido. La gente decía de nosotros: —Estos dos salen mucho. —Sí, pobrecitos… ¡Qué mal les debe de ir! Y no estaban del todo equivocados, aunque estuvieran encantados de, por una vez, contar con una hermosa mujer en sus desangeladas veladas. La vida funciona de tal manera que, justo cuando empiezas a ser un poquitín feliz, te llama al orden. Nos fuimos infieles por turnos. Nos separamos igual que nos habíamos casado: sin saber por qué. El matrimonio es una gigantesca maquinación, una estafa infernal, una mentira organizada en la que naufragamos como dos niños.
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