Dichosos los que nunca se sintieron
huérfanos de amores y hambrientos de justicia,
los que jamás sufrieron tristeza en su infancia,
amargura en la adolescencia,
desesperación después y siempre.
Dichosos los que sólo pensaron en sí mismos,
los que nunca padecieron por los demás,
los que con todo se conformaron,
incapaces de usar su propia razón.
Dichosos los que vivieron siempre
de espaldas a la belleza que hiere,
a la duda que destroza,
a la infidelidad que deforma.
Dichosos los zánganos, las obreras
de la gran colmena existencial.
Aquellos para los que Beethoven
es como un pequeño suplicio,
la poesía cosa de anormales,
la solidaridad inútil,
el amor ganas de perder el tiempo.
Dichosos —a veces los envidio—
aquellos que nunca salieron de su barrio,
de su ciudad pequeña,
de su mundo sencillo y fácil,
siquiera fuese con el pensamiento;
los que nunca sufrieron cáncer en el alma.
Dichosos los hombres de feliz infancia,
de adolescencia sin amores desesperados,
de juventud sin inquietudes, salvo
el partido de fútbol del domingo,
la quiniela del martes
y la cuenta bancaria ambicionada.
Dichosos los que nunca sintieron
la tentación del suicidio,
ni el amor sin límites,
ni el perfecto sentido de lo ilógico,
ni las náuseas existenciales,
ni el mensaje de un torso de Fidias,
de un ramo de violetas,
de una calavera inexpresiva,
del embrión que late hacia la vida,
de la nave que surca los espacios,
de un poema de Rilke acaso.
Dichosos, sí, dichosos y malaventurados.
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