Una dama vino a mi consultorio. Se negó a dar su nombre; ello no hacía al caso, pues pensaba consultarme sólo una vez. Pertenecía evidentemente a las altas capas de la sociedad. Declaró haber sido médico. Lo que tenía que comunicarme era una confesión: hacía veinte años había cometido un crimen por celos. Había envenenado a su mejor amiga porque quería casarse con su marido. En su opinión, un crimen no significaba nada para ella si no se descubría. Si ella quería casarse con el marido de su amiga podía simplemente desembarazarse de ella. Tal era su punto de vista. Las consideraciones morales no contaban para ella. ¿Y después? Se casó ciertamente con el marido, pero él murió muy joven, bastante joven. En los años siguientes sucedieron cosas extrañas: la hija de este matrimonio quiso separarse de su madre en cuanto fue mayor de edad. Se casó joven y se apartaba cada vez más de ella. Finalmente desapareció de vista y la madre perdió todo contacto con ella. La dama era una apasionada amazona y poseía varios caballos por los que se tornaba gran interés. Un día descubrió que los caballos comenzaban a inquietarse cuando ella los montaba. Incluso su caballo preferido se asustaba y la arrojaba al suelo. Finalmente tuvo que abandonar la equitación. En adelante se dedicó a sus perros. Poseía un perro lobo especialmente bello al cual apreciaba mucho.
La «casualidad» quiso que precisamente este perro fuese atacado de parálisis. Esto fue ya demasiado y se sintió «moralmente acabada». Debía confesarse y por ello había acudido a mí. Era una criminal, pero, aparte de esto, se había asesinado a sí misma. Pues quien realiza un crimen de tal naturaleza destroza su alma. Quien asesina se condena ya él mismo. Si alguien comete un crimen y es detenido, cumple así la sanción legal. Si lo hace en secreto, sin conciencia moral, y el crimen permanece oculto, el castigo le alcanza sin embargo, como nuestro caso demuestra. Acaba, pues, por descubrirse. Además, parece como si los animales y las plantas lo «supieran». La mujer se sintió por el crimen extraña a los animales y llegó a un aislamiento insoportable. Para librarse de su aislamiento me convirtió en su confidente. Debía tener un confidente que no fuera un criminal. Quería encontrar un hombre que pudiera aceptar sin condiciones su confesión; pues de este modo lograría recuperar una relación con la humanidad. Pero no debía ser ningún padre confesor profesional, sino que tenía que ser un médico. Con un sacerdote hubiera sospechado que la atendería en virtud de su ministerio; que no aceptaría los hechos como tales, sino con el objetivo de emitir un juicio moral. Había presenciado que los hombres y los animales la abandonaban, y esta tácita condena la afectó de tal modo que no hubiera podido soportar otra condena más. Nunca llegué a saber quién era; tampoco tengo prueba alguna de que su historia correspondiera a la verdad. Posteriormente me pregunté a menudo cómo transcurriría en lo sucesivo su vida. Pues su historia no había terminado aún. Quizás finalmente terminó suicidándose. No puedo imaginarme cómo podría continuar viviendo en esta extrema soledad.
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