Un sentimiento ya no es el mismo cuando se presenta por segunda vez. Se deforma por la percepción de su retorno. Nuestros sentimientos nos resultarían cansadores y aburridos si se presentaran con demasiada frecuencia o durasen demasiado. En el alma inmortal crecería un gigantesco hartazgo y una desesperación sin límites ante la certeza de que no se terminaría nunca, jamás. Los sentimientos buscan desarrollarse y nosotros, con ellos. Son lo que son porque rechazan lo que alguna vez fueron y porque fluyen en dirección a un futuro donde volverán a separarse de sí mismos. Si esta corriente fluyese hacia el infinito deberían aparecer miles de sensaciones en nosotros que, acostumbrados a un tiempo previsible, no podríamos imaginarnos. No sabemos, por lo tanto, qué nos están prometiendo cuando oímos hablar de la vida eterna. ¿Cómo sería ser, en la eternidad, nosotros mismos sin el consuelo de ser liberados, en algún momento, de la obligación de ser nosotros mismos? No lo sabemos y es una bendición que no vayamos a saberlo nunca. Pues sí sabemos una cosa: ese paraíso de la inmortalidad sería un infierno. Es la muerte lo que da al instante su belleza y su horror. El tiempo sólo se vuelve tiempo vivo con la muerte. ¿Por qué no lo sabe el Señor, el Dios omnisciente? ¿Por qué nos amenaza con una eternidad que sería un vacío insoportable? No quiero vivir en un mundo sin catedrales. Necesito el brillo de sus ventanas, su fresco silencio, su imperioso silencio. Necesito el fluir del órgano y la sagrada plegaria de los hombres que están orando. Necesito la santidad de las palabras, la superioridad de la poesía mayor. Necesito todo esto. Pero no menos necesito la libertad y la oposición a toda crueldad. Porque una no es nada sin la otra. Y nadie quiera obligarme a elegir.
Pascal Mercier
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