ALGUNA vez leí que en Mongolia, cuando alguien se dispone a narrar una historia, debe efectuar como prólogo un rito mágico para evitar que los fantasmas conjurados por la narración no se instalen entre los vivos. Después, el narrador puede contar tranquilo, sabiendo que, al acabar, sus personajes volverán a la oscuridad de la cual han surgido. No sé si tal precaución sería entendida en Occidente, donde la vanidad del autor quiere no solo que sus criaturas imaginarias cobren vida entre su público, sino que además sean inmortales y se queden aquí para siempre.
Alberto Manguel
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