Hay también otro mundo en el que no querría vivir: el mundo en el que se demoniza el cuerpo y el pensamiento independiente y se rotula de pecado a cosas que pertenecen a lo mejor que podemos experimentar. Un mundo en el que se nos exige sentir amor por los tiranos, los torturadores y los asesinos alevosos, ya sea que las pisadas de sus botas resuenen con eco ensordecedor por las calles o que, con silencio felino, como sombras cobardes, se deslicen por las calles y ataquen a sus víctimas por la espalda, clavándoles el acero reluciente en el corazón. No hay nada más absurdo que exigirles a los hombres desde el púlpito que perdonen a tales seres, hasta que los amen. Aun si alguien pudiera en verdad hacerlo, sería una falta a la verdad sin igual, una autonegación despiadada, que sería recompensada con la deformidad más total. Ese mandamiento, ese mandamiento insensato, antinatural, de amar al enemigo fue pensado para quebrar a los hombres, para despojarlos de su valor y su confianza en sí mismos, para hacerlos débiles en las manos de los tiranos, para que no puedan encontrar la fuerza para levantarse contra ellos, por las armas si es necesario.
Pascal Mercier
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