Siempre me ha encantado escalar montañas. Siendo niño, en mi India natal viajaba con frecuencia de mi casa en Madras hacia el norte para dedicarme a mi pasión. Cuando llegué a la universidad, me pasaba casi cuatro meses al año dedicándome a lo que yo llamaba mi verdadera vocación, y dedicaba los otro ocho, mi tiempo libre, a la ingeniería. A medida que fui volviéndome mejor escalador, me sentí tentado por el Himalaya.
En esas montañas, tuve una experiencia que amenazó mi vida al tiempo que la cambiaba, conformando mi punto de vista sobre la relación entre privilegio y responsabilidad y me condujo a una pasión completamente nueva.
Era un día de verano de 1966 y me encontraba con uno de mis más íntimos compañeros de escalada en la cima del Himalaya. Nuestra ascensión final había comenzado en el campamento más alto a las dos de la mañana y había resultado ser mucho más difícil y dura de lo que habíamos previsto.
Después de una breve celebración empezamos el descenso. El descenso siguió un reborde especialmente precario, donde el viento había creado una cornisa, una plancha de hielo y nieve que se extendía en cierto puntos más allá de la roca sólida.
Yo iba a la cabeza. A punto de dar mi siguiente paso, oí un sonido fuerte y explosivo. Instintivamente salté hacia un lado y mi amigo hacia el otro.
Aterricé en una ladera resbaladiza y durante un segundo me sentí aliviado al notar terreno sólido, pero el terreno era tan inclinado que mis pies resbalarón y caí de espaldas.
Empecé a deslizarme hacia abajo adquiriendo una velocidad tremenda a cada momento.
Para guiar mi camino hundí los pies con toda mi fuerza en la superficie de nieve y hielo, confiando evitar una colisión fatal con las rocas que se acercaban a toda velocidad. Lsa fricción de mi cuerpo contra la superficie abrasiva me chamuscó las ropas y me laceró el cuerpo.
Por fin el terreno se niveló y me detuve. Mi piel estaba ensangrentada y chamuscada y gran parte de mi torso estaba en carne viva. Como era consciente de que la exposición al frío extremo de la noche pronto me dejaría inmóvil, me puse en pie lentamente.
Era una agonía. Utilizando mis piernas para intentar relentizar mi rápido descenso, las había dañado gravemente. Aparte de un pequeño paquete de comida, había perdido todas las provisiones. Y lo que era peor, ami amigo no se le veía por parte alguna.
Sin ninguna idea de dónde me encontraba o de lo lejos que estaba la civilización, decidí andar hasta que ya no pudiera más. Estuve andando día y noche. Me es difícil describir esas horas: la terrible soledad y desespero, el agonizante dolor físico y el frío así como el conocimiento que me perseguía de que mi amigo era casi seguro que había perecido.
De repente oí un perro que ladraba en la distacia. Seguí avanzando y llegué a un claro donde había una pequeña y modesta cabaña. Abrumado de alivio y agotamiento me desplomé sin conocimiento.
Me desperté y vi a una mujer bajita que me limpiaba las heridas y hablaba en un idioma que no era capaz de comprender. Me quede inmóvil durante horas, incapaz de hacer nada que no fuera aceptar comida y el agua que la mujer me ofrecía e intentar comunicarle por signos que necesitaba seguir adelante.
Ante mi sorpresa, la mujer me hizo señales de que tenía intención de llevarme a cuestas hasta el pueblo más próximo. Colocándome sobre su espalda, me sacó de la cabaña, camino unos cuantos metros y luego me dejó en el suelo para poder descansar. Seguimos así, avanzando unos cuantos metros cada vez, durante tres días enteros.
Cuando llegamos al pueblo más cercano, la mujer se negó a abandonarme hasta que estuvo segura de que llegaría a salvo y se negó a aceptar pago alguno por su amabilidad y generosidad. Parecía estar satisfecha sabiendo que estaría a salvo. Se limitó a hacerme un gesto de despedida y se marchó.
Me estuve preguntando cuál era la fuente de la generosidad de la pastora, con quien nunca pude mantener una conversación y quie, sin embargo, ma había dado tanto sin condiciones.
Mi recuperación física fue rápida, pero no podía dejar de pensar en mi caída y en los acontecimientos inmediatamente posteriores. Durante mi recuperación empecé a reflexionar en lo afortunado que había sido, en la suerte de haber saltado al lado derecho de la cornisa y de haber sobrevivido, en la suerte de haber tropezado con la cabaña y con su magnánima ocupante y en la suerte de recuperarme lo bien que lo hice.
Me di cuenta de que cualquier éxito que tuviera era fruto de mi buena suerte y la obligación nacía de mi propio éxito.
Al cabo de un año de mi caída, consciente de mi gratitud con la pastora, planeé mi vuelta a su pueblo, confiando en devolverle, de alguna manera, mi enorme deuda. El dinero, lo sabía, era de poca utilidad para ella, pero como recordaba lo aislada que era el área y los recursos limitados de sus habitantes, tuve una idea ¿por qué no intentar mejorar la "suerte" de los habitantes del pueblo construyendo una escuela y dar a los niños del lugar su primera oportunidad de una educación? A lo largo de los meses siguientes conseguí reunir reunir fondos para pagar los sueldos de los maestros y los costes de la construcción. En los treinta años pasados desde mi caída he seguido consiguiendo dinero para apoyar la construcción y funcionamiento de escuelas en comunidades remotas. Todo, por supuesto, mientras sigo dedicándome a mi verdadera vocación: escalar montaña tras montaña.
El éxito nace con la buena suerte y la obligación nace con el éxito. Al crear suerte para los demás, usted puede alcanzar la cima más alta.
Jai Jaikumar
No hay comentarios:
Publicar un comentario