Una vez más me sentía impotente ante la complejidad de la mente humana y desesperado por la futilidad de los intentos de la psiquiatría por simplificar con el fin de producir manuales para tratar a los pacientes de forma colectiva y prefabricada. Aquí había dos pacientes que se habían sumergido en el océano de conocimiento de un hombre de gran espíritu y se habían beneficiado, cada uno a su manera, de una forma que ni yo ni ninguna otra mente podría haber previsto. Me pregunté qué tendría ese océano para mí que estaba acercándome a mi cumpleaños número ochenta y dos, lleno de vida, pasión y curiosidad, pero entristecido por la pérdida de tantas personas que conocí y amé; lamentando, a veces, la pérdida de mi propia juventud, distraído por el deterioro de mi andamiaje, por mis articulaciones chirriantes y mi vista y mi oído cada vez peores. Y siempre consciente del crepúsculo cada vez más profundo y la proximidad inevitable de la oscuridad final. Abrí las Meditaciones, busqué en la página, y encontré el mensaje pensado para mí: «Por tanto, recorre este pequeñísimo lapso de tiempo obediente a la naturaleza y acaba tu vida alegremente, como la aceituna que, cuando está madura, cae bendiciendo a la tierra que la llevó a la vida y dando gracias al árbol que la produjo.»
Yalom
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