“Son muy pocas las horas libres que nos deja el trabajo. Apenas un rápido desayuno que solemos tomar pensando ya en los problemas de la oficina, porque de tal modo nos vivimos como productores que nos estamos volviendo incapaces de detenernos ante una taza de café en las mañanas, o de unos mates compartidos. Y la vuelta a la casa, la hora de reunirnos con los amigos o la familia, o de estar en silencio como la naturaleza a esa misteriosa hora del atardecer que recuerda los cuadros de Millet, ¡tantas veces se nos pierde mirando televisión! Concentrados en algún canal, o haciendo zapping, parece que logramos una belleza o un placer que ya no descubrimos compartiendo un guiso o un vaso de vino o una sopa de caldo humeante que nos vincule a un amigo en una noche cualquiera.
Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos hemos acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción. Antes los hombres trabajaban a un nivel más humano, frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo hacían conversaban entre ellos. Eran más libres que el hombre de hoy que es incapaz de resistirse a la televisión. Ellos podían descansar en las siestas, o jugar a la taba con los amigos. De entonces recuerdo esa frase tan cotidiana en aquellas épocas: “Venga, amigo, vamos a jugar un rato a los naipes, para matar el tiempo, no más”, algo tan inconcebible para nosotros. Momentos en que la gente se reunía a tomar mate, mientras contemplaba el atardecer, sentados en los bancos que las casas solían tener al frente, por el lado de las galerías. Y cuando el sol se hundía en el horizonte, mientras los pájaros terminaban de acomodarse en sus nidos, la tierra hacía un largo silencio y los hombres, ensimismados, parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte.
Todo niño es un artista que canta, baila, pinta, cuenta historias y construye castillos. Los grandes artistas son personas extrañas que han logrado preservar en el fondo de su alma esa candidez sagrada de la niñez.
El arte es un don que repara el alma de los fracasos y sinsabores. Nos alienta a cumplir la utopía a la que fuimos destinados.
Creo que hay que resistir: éste ha sido mi lema. Pero hoy, cuántas veces me he preguntado cómo encarnar esta palabra. Antes, cuando la vida era menos dura, yo hubiera entendido por resistir un acto heroico, como negarse a seguir embarcado en este tren que nos impulsa a la locura y al infortunio. ¿Se le puede pedir a la gente del vértigo que se rebele? ¿Puede pedirse a los hombres y a las mujeres de mi país que se nieguen a pertenecer a este capitalismo salvaje si ellos mantienen a sus hijos, a sus padres? Si ellos cargan con esa responsabilidad, ¿cómo habrían de abandonar esa vida?
En esta tarea lo primordial es negarse a asfixiar cuanto de vida podamos alumbrar. Defender, como lo han hecho heroicamente los pueblos ocupados, la tradición que nos dice cuánto de sagrado tiene el hombre. No permitir que se nos desperdicie la gracia de los pequeños momentos de libertad que podemos gozar: una mesa compartida con gente que queremos, unas criaturas a las que demos amparo, una caminata entre los árboles, la gratitud de un abrazo. Un acto de arrojo como saltar de una casa en llamas. Estos no son hechos racionales, pero no es importante que lo sean, nos salvaremos por los afectos”.
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