País de contrastes, de acuerdo con el lugar común que es eso, comunidad de espacio, lugar de reunión. Las canciones más tristes y las más alegres. Los hombres más humildes y los más soberbios. La cortesía más natural y perfecta junto con la grosería más insoportable. Extremos de invisibilidad dolorosa y presencia aplastante.
—¿Quién anda ahí?
—Nadie, señor.
—¿Quién anda ahí?
—Su mero padre, hijo de la chingada.
—Para servir a usted.
—Vayanse mucho al carajo.
—Mi casa es su casa.
—Un paso más y me lo trueno.
—No soy quién.
—Usted no sabe con quién está hablando, muerto de hambre.
—En mi hambre mando yo.
—Mi dinero me lo gané yo, y no tengo por qué compartirlo con nadie.
—Lo que sea su voluntad, señor.
—Güey, aquí sólo se hace lo que yo diga.
—Qué voy a ser, sí yo soy el abandonado.
—Jalisco nunca pierde y cuando pierde arrebata.
—Si ayer maravilla fui, ahora ni sombra soy.
—A mí me hacen los mandados.
—Mujer, mujer divina, tienes el veneno que fascina…
—Usted es la culpable de todas mis angustias, de todos mis pesares…
—Esto es un desmadre.
—Qué va, esto está muy padre.
—Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas…
—¿Qué me miras, pinche ojete?
La verbalidad mexicana, rica, mutable, serpentina, esconde tanto como revela. Si escojo extremos de la expresión hablada, de la humildad auténtica al insufrible orgullo, no excluyo ese término medio de cortesía, inteligencia, capacidad de decir y de oír, que son la zona templada entre los trópicos bullangueros y las serranías silenciosas. El mexicano medio habla con voz más bien mesurada, tendiendo, es cierto, a la voz baja. La energía verbal de los españoles nos escandaliza.
—¿Por qué habla usted tan fuerte? —le preguntó un día, en el café, un intelectual mexicano al poeta español León Felipe, quien además tenía un imponente aspecto de Júpiter tonante.
—Coño —contestó con su vozarrón el poeta—. Porque fuimos los primeros en gritar ¡Tierra!
Carlos Fuentes
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