Era domingo aquel 2 de julio hace veinte años en que llegó a México Gabriel García Márquez y nos enteramos de que, a las siete de la mañana, en Ketchum, Idaho, había muerto Ernest Hemingway. (El suicidio no fue reconocido oficialmente hasta 1964.)
Hemingway,
el escritor más famoso del mundo. Resentimos su muerte como una pérdida
personal, el comienzo del fin de una edad habitada por los gigantes que
dejaban monumentos insuperables para la veneración de los humanos. Las
revistas que hacíamos entonces se llenaron de cándidos epitafios y
homenajes adolescentes. Pensamos que la gloria de Hemingway iba a durar
para siempre. Sólo el más escéptico de nosotros recordó la frase cruel e
irrefutable de Paul Valéry: “Todo gran hombre muere dos veces: una como
hombre y otra como grande”.
El pesimista se
quedaba corto: los anales de la literatura no registran otro desplome
como el sufrido por el prestigio de Hemingway. Las dos décadas,
semejantes a un par de siglos, que nos separan de su muerte
transcurrieron en una atmósfera vital e intelectual enteramente hostil a
cuanto significó Hemingway.
En primer lugar,
asistimos a la bancarrota del machismo tan gráficamente encarnado en la
imagen pública de Hemingway. En un mundo que se suicida por la
destrucción del medio ambiente, las fotos de Hemingway con las piezas
cobradas y sus jactancias de cazador lo hicieron el paradigma del
ecocida. Su amor hacia España y Cuba fue denunciado como la hipocresía
del turista de safari, el colonizador que vivió en San Francisco de
Paula como un amo blanco en su plantación.
~ Fiestas oscilantes ~
La
psicocrítica desmanteló sus poses heroicas. La exhaustiva biografía de
Carlos Baker (1969) lo presentó con un detalle y proximidad que ninguna
estatua puede resistir sin mostrar grietas y oxidaciones. El libro
póstumo más importante que hasta hoy se ha publicado: «A Moveable Feast»
(París era una fiesta, 1964) refutó la hipótesis de la final
decadencia. “What a writer!”, exclamó Cyril Connolly al reseñarlo en el
«Sunday Times». Pero humanamente el relato no le hizo ningún favor al
mostrar su mezquindad para con sus amigos como Scott Fitzgerald y John
Dos Passos.
Finalmente, aunque en primer término,
la literatura de una época que ya también ha terminado volvió la espalda
al “realismo” de Hemingway, olvidando que la suprema ficción y el
máximo artificio están constituidos por aquellas estrategias de lenguaje
que, si triunfan, nos dan la ilusión de haber estado allí, el espejismo
de que eso que se narra en la página nos está ocurriendo a nosotros.
Contra
toda la evidencia anterior, cada año la editorial Scribner’s vende los
libros de Hemingway en más de un millón de ejemplares. Por otra parte
las traducciones no han cesado. Esto puede significar dos cosas
opuestas: (primera) aun dentro del ámbito literario hay dos culturas
incomunicables entre sí: al público —a los hombres y a las mujeres
desconocidas a quienes se dirige el novelista— le tiene sin cuidado el
monólogo del pedante, la viscosidad del envidioso, el discurso de los
chacales. O bien (segunda), cuentos y novelas hallan su cementerio de
elefantes y su mar de los Sargazos en el aula: las obras de Hemingway
siguen vendiéndose sólo porque figuran como requisito en muchos cursos.
No se leen como libre placer sino como obligación torturante. De todos
los destinos que aguardan inexorablemente a los escritores ninguno tan
atroz como este último.
~ En primera persona ~
En
el vigésimo aniversario Carlos Baker publica un volumen de casi mil
páginas, «Selected Letters, 1917-1961», y Michael S. Reynolds un
comentario e inventario (computarizado) de «Hemingway’s Reading,
1910-1940». Uno se pregunta si estos libros sacarán a Hemingway del
purgatorio por el que pasa todo autor destinado a ser clásico, o si
acabarán de hundirlo en el infierno donde yacen los escritores célebres
que murieron con su época.
Mary Welsh Hemingway
cuenta en «How It Was» (1976) que al volver a Cuba para entregar Finca
Vigía al gobierno revolucionario encontró un recado de su marido:
“Deseo, pido y ordeno que no se publique ninguna de mis cartas”. En 1979
la viuda cedió y autorizó al profesor Baker a publicar estas
seiscientas cartas que cubren desde la adolescencia del novelista hasta
la víspera de su autodestrucción, cuando escribe para darle ánimos al
hijito enfermo de su médico y asume plenamente su papel santaclósico de
“Papá Hemingway”. Se había consumido en su llama: a los sesenta años
parecía por lo menos de ochenta. El joven que entró en el teatro de la
literatura representando el papel de Hamlet terminó como el inconsolable
rey Lear.
No hay grandes revelaciones
chismográficas en estas cartas porque la correspondencia fue la espina
dorsal de la información manejada por Baker hace doce años en «A Life
Story». La historia, pues, ya es conocida pero ahora la escuchamos de
viva voz y en primera persona. Nos enteramos, por ejemplo, de que el
gran Hemingway —como Fitzgerald, como usted y yo— cometía faltas
ortográficas. Era ridículamente competitivo pero también capaz de gran
generosidad, sobre todo respecto a su maestro Ezra Pound a quien ayudó a
salir del manicomio y auxilió con dinero.
~ El Flaubert de San Francisco de Paula ~
Lo
más sorprendente de las «Selected Letters» es también lo que debiera
ser más obvio: son las cartas de un escritor cuya verdadera pasión fue
su trabajo y su más auténtica aventura consistió en escribir bien. Si
algo se nos derrumba en 1981 es la imagen antiintelectual de Hemingway:
el feroz combatiente, el rudo cazador, el insensible conquistador, el
macho a la intemperie pasa a segundo plano ante el humilde, estudioso y
denodado trabajador de las letras, el Borges de Montparnasse (quién lo
diría) y el Flaubert de San Francisco de Paula.
En
el mar de la posteridad los tiburones que rodean al viejo en su barca
solitaria ya no son los críticos de revista que le exigen la siempre
intentada pero nunca escrita “gran novela” sobre la Segunda Guerra
Mundial: ahora son los profesores, Carlos Baker a la cabeza, para
quienes Hemingway es un recurso natural inagotable, de gran consumo
interno y fácil exportación.
Un nuevo producto de
Industrias Hemingway, S. A. es la lista de sus lecturas que han
elaborado el profesor Reynolds y su servicial computadora. Aquí aparecen
todos los libros que Hemingway compró, recibió, pidió prestados a las
bibliotecas entre sus años de secundaria y su partida a Cuba en 1940. Lo
que leyó en Finca Vigía seguramente aparecerá en el libro que prepara
Norberto Fuentes. (Hay volúmenes en todos los cuartos de la casa y un
estante repleto figura al lado del inodoro.)
Ya en
«Hemingway’s First War: The Making of A Farewell to Arms» (1976), el
propio Michael S. Reynolds había pulverizado las pretensiones
anticulturales de algunos admiradores hemingwayanos: nada hay más
literario que el vitalismo. Hemingway escribió «Adiós a las armas» con
sus experiencias en el frente italiano, claro está: pero sobre todo, y
no podría ser de otra manera, con su lectura de otros libros.
Hemingway
leyó a pocos autores estadounidenses y a muchos ingleses y europeos. Su
imagen pública la tejió sobre tres modelos: Lord Byron, T. E. Lawrence y
D. H. Lawrence. Contra sus declaraciones, devoraba reseñas y textos
críticos y estaba suscrito a revistas como «Partisan» cuyo
intelectualismo fingía despreciar.
Sería
interesante explorar un tema no mencionado por Reynolds: la influencia
de la literatura española en Hemingway y su generación. En 1956 visitó a
Pío Baroja en su lecho de agonizante (hay una foto) y más tarde asistió
a su entierro. La prosa concisa, austera y rápida de Baroja es, para
decir lo menos, prehemingwayana.
En su célebre
entrevista de «Paris Review» con George Plimpton, Hemingway menciona
entre los escritores de quienes más aprendió a Quevedo, San Juan de la
Cruz y Góngora, y entre los pintores a Goya. En cambio, no parece haber
tenido relación alguna con los jóvenes hispanoamericanos que
frecuentaban al mismo tiempo que él las brasseries de Montparnasse, ni
con el grupo reunido en torno de Lezama Lima que mantuvo viva la
literatura cubana durante los años en que Hemingway vivió en la isla.
¿Habrá conocido siquiera a Lino Novás Calvo, traductor de «El viejo y el
mar»? No fue el único de su generación que algo recibió de países que
han tomado tanto de ellos: Dos Passos hablaba perfecto español y era
hijo del dueño de lo que fue la “zona roja” y confesó que su idea de la
novela panorámica nació en México ante las obras de los muralistas.
Thornton Wilder fue especialista en Lope de Vega, objeto a su vez de la
tesis con que se graduó Ezra Pound.
~ ¿Por quién doblan las campanas? ~
Hay
cerca de doscientos libros sobre Hemingway pero tan sugestiva es una
gran obra y tan insondable resulta una vida que todavía quedan muchos
territorios por explorar, entre otros: la fundación por Hemingway del
periodismo narrativo como literatura central de nuestro tiempo, o su
relación con Estados Unidos. Los libros de Hemingway son los trabajos de
un corresponsal: a diferencia de Dos Passos, que registró la existencia
social de su país desde 1901 hasta la exploración lunar de 1969 (en
«Century’s Ebb», 1970, su última novela), Estados Unidos sólo aparece en
Hemingway como escenario de su infancia y adolescencia.
La
brutal reacción contra Hemingway lo ha expulsado en estos veinte años
del Olimpo donde moran los grandes progenitores que engendraron y
concibieron la expresión literaria de nuestro siglo. Al dispersar las
cenizas descalificamos a los enterradores y encontramos otro hecho
olvidado y evidente: nadie, ni siquiera su maestro Joyce, ha tenido una
influencia tan planetaria como la suya. De algún modo su huella está
presente no sólo en los nuestros, como en García Márquez, Rodolfo Walsh y
Vargas Llosa, sino también en los suyos (Graham Greene, John Steinbeck,
J. T. Farrell), en los franceses, de Malraux a Camus, y en los
italianos, de Vittorini a Pavese.
Ernest Hemingway
no puede regresar porque jamás se ha alejado de nosotros. Y quien hoy se
levanta de sus cenizas no es tanto el campeón vencido, el cazador
desmoronado que cobró su última pieza en sí mismo, como aquel muchacho
que en un Montparnasse que ya no existe miraba lleno de valor y de
esperanza un porvenir que hoy es nuestro terrible pasado. ~
Por José Emilio Pacheco
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