Hoy, más de veinte años después de aquel encuentro con Victoria, puedo asegurar que, como dice la canción de Elton John, esa mujer me salvó la vida. No literalmente, claro. Pero, si no la hubiera conocido, todo hubiera sido diferente. Mi vida hubiera sido otra. Y, así, como Claudius vertió veneno en la oreja del padre de Hamlet para asesinarlo, Victoria susurró en la mía el veneno de la música. Me susurró al oído el regalo de la dulce libertad. Me enseñó que la libertad era escoger. Me enseñó que la libertad era, sobre todo, un ejercicio de responsabilidad. Me susurró que yo era una mariposa, y que las mariposas habían nacido para volar alto y muy lejos. Conocerla me descubrió un universo interior que tenía adormecido y que, incluso ahora, mientras escribo estas líneas, es el mío: la música. Ella me hizo creer que podía dedicar mi vida a la música y esa fue la más grande de todas mis fortunas, porque, como dijo Luciano Pavarotti, uno de los mejores Rodolfos de la historia: «Creo que una vida dedicada a la música es una vida bien aprovechada».
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