«Dos años antes de su muerte, mi padre me entregó una pequeña maleta que contenía sus escritos, manuscritos y cuadernos. Asumiendo su habitual tono jocoso y burlón, me dijo que quería que los leyera después de que él se hubiera ido, es decir, después de que hubiera muerto. “Sólo échales un vistazo”, dijo, mostrándose un poco avergonzado: “Fíjate si adentro hay algo que pueda servir. Tal vez después de que me vaya, puedas hacer una selección y publicarla”.
Estábamos en mi estudio, rodeados de libros. Mi padre buscaba un lugar donde dejar la maleta, yendo y viniendo como un hombre que quiere liberarse de una carga dolorosa. Finalmente, la depositó silenciosamente en un rincón donde no molestaba. Fue un momento de pudor que ninguno de los dos olvidó jamás, pero una vez que hubo pasado y que nosotros volvimos a nuestros roles habituales, a tomar la vida alegremente, nuestros personajes jocosos y burlones se hicieron cargo y nos relajamos. Hablamos como siempre lo hacíamos, sobre las cosas insignificantes de la vida cotidiana, y de los interminables problemas políticos de Turquía, y de los –en su mayoría- fallidos y arriesgados negocios de mi padre, sin sentir demasiado pesar.
Recuerdo que, después de que mi padre se fue, pasé varios días caminando de aquí para allá delante de la maleta sin tocarla ni una sola vez. Ya estaba yo familiarizado con la pequeña maleta de cuero negro, su cerradura y sus ángulos redondeados. Mi padre la llevaba con él en viajes cortos y, a veces, la utilizaba para acarrear documentos al trabajo. Me acordé que cuando era niño y mi padre volvía a casa después de un viaje yo abría su pequeña maleta y hurgaba entre sus cosas, deleitándome con el olor a colonia y a países extranjeros. Esta maleta era una amiga conocida, un poderoso recordatorio de mi infancia, de mi pasado, pero en ese momento no podía tocarla. ¿Por qué? Sin duda, era por el misterioso peso de su contenido.
Voy a hablar ahora del significado de ese peso. Es lo que una persona crea cuando se encierra en un cuarto, se sienta delante de una mesa y se retira a un rincón para expresar sus pensamientos, o sea, del significado de la literatura.
Cuando pude tocar la maleta de mi padre seguí sin poder abrirla mas yo sabía lo que había adentro de algunos de esos cuadernos. Yo había visto a mi padre escribiendo cosas en algunos de ellos. No era ésta la primera vez que había oído sobre la pesada carga de dentro de la maleta. Mi padre tenía una gran biblioteca en su juventud; hacia finales de 1940, él había querido ser un poeta de Estambul y había traducido al turco a Valery, pero no había querido vivir la clase de vida que acompaña el escribir poesía en un país pobre, con pocos lectores. El padre de mi padre, mi abuelo, había sido un acaudalado hombre de negocios; mi padre había llevado una vida holgada de niño y de joven y no tenía el menor deseo de soportar penurias en nombre de la literatura, por el placer de escribir. Amaba la vida con todas sus bellezas; así lo entendía yo.
Lo primero que me mantuvo alejado del contenido de la maleta de mi padre fue, claro está, el temor de que pudiera no gustarme lo que leyese. Debido a que mi padre lo sabía, había tomado la precaución de comportarse como si él no tomara en serio su contenido. Después de trabajar como escritor durante veinticinco años, me dolió comprender esto. Pero no quise enojarme con mi padre por dejar de tomar la literatura con la debida seriedad. Mi verdadero temor, el tema crucial que en verdad no quería conocer ni averiguar, era la posibilidad de que mi padre pudiera ser un buen escritor. No podía abrir la maleta de mi padre porque temía esto. Peor aún, no podía ni siquiera reconocerlo abiertamente ante mí mismo. Si de la maleta de mi padre surgía la auténtica y gran literatura , hubiera tenido que admitir que adentro de mi padre existía un hombre totalmente distinto. Era una posibilidad aterradora. Porque incluso a mi avanzada edad, yo quería que mi padre fuera sólo mi padre, no un escritor.
Un escritor es alguien que pasa años intentando, pacientemente, descubrir al otro ser que hay dentro suyo y al mundo que lo hace ser quien es: cuando hablo de escribir, lo primero que me viene a la mente no es una novela, un poema o la tradición literaria, es la persona que se encierra en un cuarto, se sienta ante una mesa y, solo, se ensimisma; de entre las sombras, construye un mundo nuevo con palabras. Este hombre, o esta mujer, puede usar una máquina de escribir, beneficiarse de las ventajas de la computadora, o escribir con lapicera sobre el papel como lo he hecho yo durante treinta años. Cuando escribe puede tomar té o café, o fumar cigarrillos. Cada tanto puede levantarse de la mesa y contemplar, a través de la ventana, a los niños que juegan en la calle, y si es afortunado, los árboles y el paisaje, o puede clavar la mirada en una pared negra. Puede escribir poemas, obras de teatro o novelas, igual que yo. Todas estas diferencias vienen después del imperioso deber de sentarse a la mesa y, pacientemente, volcarse hacia adentro de uno, ensimismarse. Escribir es volcar en palabras esta mirada introspectiva, es estudiar el mundo en el que esta persona se mueve cuando se recluye en sí misma, y hacerlo con paciencia, con obstinación, con júbilo. Cuando me siento ante mi mesa, durante días, meses, años, incorporando lentamente nuevas palabras a la página en blanco, siento que estoy creando un mundo nuevo, que estoy trayendo a la vida a aquella otra persona que existe dentro mío, de la misma manera en que alguien podría construir un puente o una cúpula, piedra por piedra. Las piedras que usan los escritores son las palabras. Cuando las sostenemos en nuestras manos, intuyendo los caminos por los que cada una de ellas se conecta con las demás, mirándolas a veces de lejos, a veces casi acariciándolas con nuestros dedos y las puntas de nuestras lapiceras, sopesándolas, cambiándolas de lugar, durante años seguidos, con paciencia y con esperanza, estamos creando mundos nuevos.
El secreto del escritor no es la inspiración, ya que nunca se sabe de dónde proviene, es su obstinación, su paciencia. Me parece que ese encantador dicho turco que dice “cavar un manantial con una aguja” ha sido acuñado teniendo a los escritores en mente. Amo la paciencia de Ferhat, que en los relatos antiguos excavaba las montañas por su amor, y también lo entiendo. En mi novela “Me llamo Rojo”, en la que escribí sobre los antiguos miniaturistas persas que habían dibujado, con la misma pasión y memorizando cada trazo, el mismo caballo durante tantos, tantos años que podían volver a crear aquel hermoso caballo incluso con los ojos cerrados, supe que estaba hablando sobre el oficio de escribir y sobre mi propia vida. Si el escritor está para contar su propia fábula, que la cuente lentamente, como si fuera una narración sobre otras personas; si está para percibir que la energía del relato se levanta dentro suyo, si está para sentarse ante una mesa y consagrarse, pacientemente, a este arte, tiene ,en primer lugar, que haber recibido alguna esperanza. El ángel de la inspiración (que visita asiduamente a unos y casi nunca a otros) favorece al que está lleno de esperanzas y al seguro de sí mismo, y cuando el escritor se siente sumamente solo y se siente muy inseguro de sus esfuerzos, de sus sueños, del valor de su escritura, y cuando el escritor cree que su cuento es sólo su historia, es entonces cuando el ángel elige revelarle historias, imágenes y sueños que harán surgir el mundo que él quiere construir. Pienso otra vez en los libros a los que he consagrado mi vida entera y me siento muy sorprendido por esos momentos en los que he sentido que las frases, los sueños y las páginas que me han hecho tan exaltadamente feliz no han salido de mi propia imaginación , que otra fuerza los ha descubierto y, generosamente, me los ha obsequiado.
Tenía miedo de abrir la maleta de mi padre y de leer sus cuadernos porque yo sabía que él no soportaría las dificultades que yo había sobrellevado, sabía que lo que él amaba no era la soledad sino el juntarse con amigos, el gentío, los salones, las bromas, la compañía. Tiempo después, mis pensamientos tomaron otro rumbo. Esos pensamientos, esos sueños de abnegación y paciencia eran prejuicios que yo había inferido de mi propia vida y de mi propia vivencia como escritor. Había un montón de escritores brillantes que escribían rodeados de muchedumbres y de vida familiar, en el fervor de la compañía y de la conversación despreocupada. Además, cuando éramos jóvenes, mi padre se había aburrido de la monotonía de la vida familiar y nos había dejado para irse a París donde, como otros tantos escritores, se había sentado en su cuarto de hotel a llenar cuadernos. Yo sabía, también, que algunos de esos mismos cuadernos estaban en la maleta porque, durante los años anteriores a que me los diera, mi padre había empezado a hablarme, finalmente, de esa etapa de su vida. Hablaba sobre esos años cuando yo era aún niño, pero no decía una palabra de sus vulnerabilidades, de sus sueños de convertirse en escritor o de las dudas de identidad que lo habían atormentado en su cuarto de hotel. Me hablaba, en cambio, de las veces que había visto a Sartre en las veredas de París, de los libros que había leído y las películas que había visto, con la sinceridad entusiasta del que transmite novedades muy importantes. Cuando me transformé en escritor, nunca olvidé que esto había sido posible gracias , en parte , a que tenía un padre que hablaba muchísimo más sobre los escritores del mundo que sobre los bajáes ( N.T: Pashá: título honorario en Turquía. En español, “bajá”) o sobre los grandes líderes religiosos. Por tanto, yo debía leer los cuadernos de mi padre teniendo esto en mente y recordando cuán en deuda estaba yo con su gran biblioteca. Tenía que tener presente que cuando él vivía con nosotros, mi padre, como yo, disfrutaba del hecho de estar solo, con sus libros y sus pensamientos, y tampoco debía yo prestarle demasiada atención a la calidad literaria de sus escritos.
Pero cuando clavé ansiosamente mi mirada en la maleta que mi padre me había legado, supe que ésa era la única cosa que yo no podía hacer. A veces, mi padre se tendía en el sofá frente a sus libros, dejaba caer en sus manos el libro o la publicación y se abandonaba a la deriva como en un sueño, absorto en sus propios pensamientos durante larguísimo tiempo. Cuando vi en su cara una expresión completamente distinta a la que él tenía entre las bromas, las molestias y los altercados de la vida familiar, cuando vi las primeras señales de la mirada introspectiva, especialmente durante mi infancia y primera juventud, comprendí, azorado, que mi padre estaba insatisfecho. Ahora, tantos años después, sé que esa insatisfacción es el rasgo fundamental que convierte a una persona en escritor. No son suficientes la paciencia y el esfuerzo para llegar a ser un escritor: primero debemos sentirnos forzados a huir de las muchedumbres, de la compañía, de las cosas de la vida cotidiana y encerrarnos en un cuarto. Anhelamos paciencia y esperanza para poder crear un mundo intenso en nuestra escritura, pero lo que nos impulsa a ponernos en movimiento es el deseo de recluirnos en un cuarto. El precursor de este tipo de escritor independiente que lee sus libros para satisfacción de su corazón , que al escuchar sólo la voz de su conciencia discute con las palabras de otro, que al entrar en conversación con sus libros desarrolla su propio pensamiento y su propio mundo, fue , con certeza, Montaigne en los tempranos días de la literatura moderna. Montaigne fue un escritor al que mi padre volvía con frecuencia, un escritor que él me recomendó. Me gustaría considerarme como perteneciente a la tradición de escritores que, donde sea que estén en el mundo, en Oriente ú Occidente, se aíslan de la sociedad y se encierran con sus libros en sus cuartos. El punto de partida de la verdadera literatura es el hombre que se recluye en su cuarto con sus libros.
Pero una vez que nos hemos encerrado bajo llave, descubrimos rápidamente que no estamos tan solos como creíamos. Estamos en compañía de las palabras de aquellos que llegaron antes que nosotros, de las relatos de otros pueblos, de los libros de otra gente, de las palabras de otras personas, de eso que llamamos tradición. Creo que la literatura es el más valioso tesoro escondido que la humanidad ha cosechado en esa búsqueda para entenderse a sí misma. Las comunidades, las tribus y los pueblos crecen mas inteligentes, mas ricos y mas desarrollados cuando prestan atención a las afligidas palabras de sus autores y, como todos sabemos, la quema de libros y la denigración de los escritores son señales de que el oscurantismo y las épocas impróvidas están sobre nosotros. Pero la literatura no es nunca sólo un asunto nacional. El escritor que se recluye en su cuarto y, antes que nada, emprende un viaje por el interior de sí mismo descubrirá, con el transcurrir de los años, el poder inmortal de la literatura. Primero debemos viajar a través de los relatos y de los libros de otros pueblos.
Mi padre tenía una buena biblioteca, 1.500 volúmenes en total, más que suficiente para un escritor. Tal vez yo no había leído todos ellos cuando tenía veintidós años, pero estaba familiarizado con cada libro; sabía cuáles eran importantes, cuáles superficiales y fáciles de leer, cuáles eran los clásicos, cuáles una parte fundamental de toda educación, cuáles eran intrascendentes pero maravillosas narraciones de la historia local y cuáles autores franceses tenía mi padre en muy alta estima. A veces, yo miraba la biblioteca desde lejos e imaginaba que , un día, en otra casa, yo edificaría mi propia biblioteca, una biblioteca aún mejor, que me construiría un mundo. Cuando miraba desde lejos la biblioteca de mi padre, me parecía una imagen pequeña del mundo real. Pero era un mundo visto desde nuestro propio ángulo, desde Estambul. La biblioteca era una prueba de esto. Mi padre había levantado su biblioteca desde sus viajes al exterior, en su mayor parte con libros de París y de América, pero también con libros adquiridos en las tiendas que vendían libros en idiomas extranjeros en las décadas del 40 y del 50 y de los libreros de nuevo y de viejo de Estambul, a los que también yo conocía. Mi mundo es una mezcla de lo local, lo nacional con Occidente. En la década del 70 comencé, también y un poco ambiciosamente, a levantar mi propia biblioteca. No tenía totalmente decidido si me convertiría en escritor, como lo conté en “Estambul” , y había llegado a darme cuenta que, después de todo, no llegaría a ser pintor aunque tampoco estaba seguro del rumbo que tomaría mi vida. Había, dentro mío, una curiosidad implacable, un anhelo de esperanza que me llevaba a leer y a aprender pero, al mismo tiempo, sentía que mi vida, de alguna manera, estaba incompleta, y que yo no podría vivir como los demás. Parte de ese sentimiento se relacionaba con lo que yo sentía cuando contemplaba la biblioteca de mi padre: estar viviendo lejos del centro de las cosas y, como todos los que vivíamos en Estambul en esos días estábamos destinados a sentir ese sentimiento de vivir en la periferia, en las provincias. Había otra razón para sentirme perturbado y un tanto incompleto ya que yo sabía, también demasiado bien, que vivía en un país que mostraba poco interés por sus artistas, fueran ellos pintores o escritores, y eso no les daba esperanzas. En la década del 70, cuando tomé el dinero que mi padre me dio y compré con voracidad libros descoloridos, polvorientos, con las puntas dobladas por el uso a los libreros de viejo de Estambul, me sentía tan conmovido por la deplorable condición de estas librerías de segunda mano y por el desesperante desaliño de los pobres, enmugrecidos libreros que desplegaban sus mercancías en la orilla de los caminos, en los atrios de las mezquitas y en los huecos de paredes que se derrumbaban como conmovido estaba por sus libros.
En lo que respecta a mi lugar en el mundo, en la vida como en la literatura mi sentimiento de base era que yo “no estaba en el centro”. En el centro del mundo había una vida más rica y más estimulante que la nuestra, y yo estaba afuera de ella, junto a todo Estambul, a toda Turquía. Hoy creo que comparto ese sentimiento con la mayoría de la personas del mundo. De la misma manera, había una literatura universal y su centro, también, estaba muy, muy lejos de mí. En realidad, lo que yo tenía en mente era la literatura occidental, no la universal, y nosotros los turcos estábamos excluidos de ella. La biblioteca de mi padre lo atestigua. En una punta, estaban los libros de Estambul, nuestra literatura , nuestro mundo limitado con cada amado detalle y , en la otra punta, estaban los libros de ese otro mundo, el occidental, al que el nuestro no se parecía, por el que nuestra falta de semejanza nos daba tanto dolor como esperanza. Escribir, leer, era como abandonar un mundo para encontrar consuelo en la otredad, en lo ajeno y lo maravilloso del otro mundo. Sentí que mi padre había leído novelas para huir de su vida y fugarse hacia Occidente, tal como lo haría yo años después. O , creía , en esos días, que los libros eran objetos que levantábamos para huir de nuestra propia cultura, a la que encontrábamos muy defectuosa. No fue sólo para leer que dejé atrás nuestras vidas en Estambul para viajar a Occidente, fue también para escribir. Para llenar esos cuadernos suyos, mi padre había ido a París, se había encerrado en su cuarto y después había llevado sus escritos de regreso a Turquía. Cuando miré la maleta de mi padre, me pareció que ella era la que me provocaba desasosiego. Después de trabajar durante veinticinco años en un cuarto para sobrevivir en Turquía como escritor, me irritaba ver que mi padre ocultaba dentro de esta maleta sus reflexiones profundas, que se comportaba como si escribir fuese un trabajo que debía hacerse en secreto, lejos de los ojos de la sociedad, del estado, de la gente. Quizá éste fue el motivo principal por el que me enojé con mi padre, por que no tomaba la literatura con la seriedad con que la tomé yo.
En realidad, yo estaba enojado con mi padre porque él no había llevado una vida como la mía, porque él nunca se había conflictuado con su vida y había pasado su existencia riendo alegremente con sus amigos y sus seres queridos. Pero una parte de mí sabía que yo podría haber dicho también que no estaba tan enojado cuanto celoso, que el segundo adjetivo era más preciso, y también esto me ponía incómodo. Así estaba cuándo me pregunté a mí mismo, con mi voz habitual, despectiva é irritada: “¿Qué es la felicidad? ¿Creía la felicidad que yo llevaba una vida intensa en ese cuarto solitario? ó ¿Llevaba la felicidad una existencia cómoda en la sociedad, creía en las mismas cosas en las que creía cualquier otro, o se comportaba como lo harías tú? El ir por la vida escribiendo a escondidas, aparentando estar en armonía con todos los demás, ¿era una suerte o una desgracia?” Pero preguntas demasiado punzantes. ¿De dónde había sacado yo la idea de que la felicidad era la medida de una buena vida? La gente, los escritos, todo el mundo actuaba como si el parámetro más importante de la vida fuera la felicidad. Esto sólo, ¿no insinuaba ya que podía valer la pena tratar de averiguar si la verdad estaba, precisamente, en lo opuesto? Después de todo, mi padre se había escapado de su familia tantas veces que ¿hasta donde lo conocía yo bien? ¿hasta dónde podía yo decir que yo entendía su desasosiego?
Esto era lo que impulsó a abrir la maleta de mi padre por primera vez. ¿Tenía mi padre un secreto, una desgracia en su vida sobre la que yo nada sabía , algo que sólo podía soportar volcándolo en la escritura? En cuanto abrí la maleta, recordé su fragancia a viaje, reconocí varios cuadernos y advertí que mi padre me los había enseñado años antes, pero sin explayarse mucho sobre ellos. La mayoría de los cuadernos que en ese momento tenía en mis manos, los había llenado cuando nos había dejado y había marchado a París cuando era joven. Por cierto yo, como muchos escritores que admiraba, escritores cuyas biografías había leído, quería conocer lo que mi padre había escrito, y lo que había pensado, cuando tenía la edad que yo tenía en ese momento. No tardé en darme cuenta que no encontraría nada de eso allí. Lo que me causó mayor inquietud fue que, en distintas partes de los escritos de mi padre, aquí y allá, me encontré con una voz impostada. Me dije a mí mismo que ésa no era la voz de mi padre; que no era auténtica ó, al menos, no pertenecía al hombre que yo había conocido como mi padre. Debajo del temor de que mi padre no hubiera sido mi padre cuando escribía, había un miedo más profundo: miedo a no ser auténtico en lo profundo de mi interior, miedo a no encontrar nada bueno en los escritos de mi padre, miedo a descubrir que mi padre estuviera demasiado influenciado por otros escritores y que me hubiera empujado a la desesperación que me había angustiado tan cruelmente cuando yo era joven, poniendo en duda mi vida, mi propia persona, mi deseo de escribir y mi trabajo. Durante mis primeros diez años de escritor , sentí esas angustias con mayor intensidad: incluso cuando las rechazaba, yo tenia miedo de que, algún día, tuviera que admitir la derrota, tal como había pasado con la pintura y, rindiéndome al desasosiego, dejar también de escribir novelas.
He mencionado ya los dos elementos esenciales que se agitaban dentro mío cuándo cerré la maleta de mi padre y la puse en un rincón: la sensación de estar abandonado en la periferia y el temor a que me faltara autenticidad. Por cierto, no era ésta la primera vez que ellos se hacían sentir. Durante años, en mi lectura y en mi escritura, yo había estado estudiando, averiguando, profundizando estas emociones en toda su diversidad e impensadas consecuencias, sus terminales nerviosas, sus disparadores y sus muchos matices. Ciertamente, mis espectros habían sido sacudidos por las confusiones, las susceptibilidades y los dolores pasajeros que la vida y los libros iban lanzando sobre mí, más frecuentemente cuando yo era joven. Pero no fue sólo escribiendo libros que llegué a una más plena comprensión de los problemas de autenticidad (como en “Me llamo Rojo” y “El libro negro”), que llegué a un mayor entendimiento de los problemas de la vida en la periferia (como en “Nieve” y “Estambul”). Para mí, ser escritor es reconocer las heridas secretas que llevamos dentro de nosotros, heridas tan secretas que aún nosotros mismos tenemos escasa conciencia de ellas, y , con paciencia , examinarlas, conocerlas, esclarecerlas, adueñarnos de estos dolores y heridas y hacer de ellos una parte consciente de nuestros espíritus y nuestra escritura.
Un escritor habla de cosas que todo el mundo conoce pero que no sabe que conoce. Explorar ese conocimiento, verlo crecer es una cosa agradable. El lector visita un mundo , al mismo tiempo, conocido y milagroso. Cuando el escritor se recluye en un cuarto durante años ininterrumpidos para pulir su arte: crear un mundo , cuando usa sus heridas secretas como punto de partida , él ,lo sepa o no lo sepa, está depositando gran fé en la humanidad. Mi confianza deriva de la creencia en que todos los seres humanos se parecen entre sí, en que los demás cargan con heridas como las mías y en que, en consecuencia, ellos comprenderán. Toda verdadera literatura surge de esta certeza pueril y esperanzada de que todas las personas se parecen entre sí. Cuando un escritor se encierra en un cuarto durante años, sin interrupciones, está proponiendo con su postura una humanidad única, un mundo sin un centro.
Pero como puede verse con la maleta de mi padre y con los pálidos matices de nuestras vidas en Estambul, el mundo sí tenía un centro, y el centro estaba lejos de nosotros. En mis libros he descripto con bastante detalle cómo este hecho fundamental evocaba la sensación checa de provincialismo y cómo, por otro camino, el provincialismo me llevaba a cuestionar mi autenticidad. Sé por experiencia que la gran mayoría de la gente en esta tierra vive con estos mismos sentimientos y sé que muchos sufren más que yo de, incluso más profundos, sentimientos de inferioridad, de falta de seguridad, de una sensación de humillación . Sí: las mayores disyuntivas que enfrenta la humanidad siguen siendo los sin tierra, los sin hogar, el hambre… Pero hoy nuestros televisores y periódicos nos hablan de estos problemas con mayor velocidad y de una manera más simple que lo que la Literatura podría hacerlo jamás. Lo que la literatura más necesita en esta época es hablar e indagar sobre los miedos esenciales de los hombres: el temor de quedar marginado, el miedo a no valer nada y los sentimientos de inutilidad que acompañan a tales temores; las humillaciones, vulnerabilidades, menosprecios, resentimientos y susceptibilidades colectivas y los imaginados agravios, bravatas nacionalistas y la inflación monetaria que son sus herederos más directos… dondequiera que me enfrento a tales opiniones y al lenguaje exagerado e irracional con el que habitualmente se expresan, sé que ellos rozan las tinieblas que hay en mi interior. Con frecuencia hemos visto pueblos, comunidades y naciones que no forman parte del mundo occidental, con los que puedo identificarme fácilmente, sucumbir ante los miedos que a veces los llevan a cometer estupideces, provocadas por su temor a la humillación y por sus susceptibilidades. Sé también que en Occidente, mundo con el que puedo identificarme con igual naturalidad, pueblos y naciones que asumen un orgullo desmedido por su opulencia, por su habernos traído el Renacimiento, la Ilustración, la Modernidad, han sucumbido, cada tanto, bajo un engreimiento que es casi idiota.
Esto significa que mi padre no era el único, que todos nosotros le damos demasiada importancia a la idea de un mundo con un centro. Mientras que aquello que nos obliga a encerrarnos a escribir en nuestros cuartos durante años ininterrumpidos significa fé en lo opuesto: en el convencimiento de que un día nuestros escritos serán leídos y comprendidos, porque, en todo el mundo, las personas se parecen las unas a las otras. Pero esto, que conozco por mi propia escritura y la de mi padre, es un optimismo atribulado, herido profundamente por la furia de quedar marginado, de ser dejado afuera. El amor y el odio que Dostoievski sentía hacia Occidente lo he sentido también yo en varias oportunidades. Pero si yo he entendido una verdad esencial, si tengo motivos para el optimismo, es porque he viajado junto a ese gran escritor a través de relación de amor-odio con Occidente, a fin de contemplar el otro mundo que él ha construido al otro lado.
Todos los escritores que han consagrado su vida a esta tarea conocen esta realidad: cualquiera sea nuestra primera intención, el mundo que creamos después de años y años de escritura esperanzada se moverá, a la larga, a otros lugares completamente distintos. Nos sorprenderá muy lejos de la mesa en la que hemos trabajado con tristeza o ira, nos encontrará del otro lado de esa tristeza y de esa cólera, en otro mundo. ¿Pudo mi padre no haber alcanzado él mismo tal mundo? Como la tierra que gradualmente comienza a tomar forma, elevándose lentamente de la bruma, con todos sus matices como una isla después de un largo viaje por mar, ese otro mundo nos hechiza. Estamos tan ilusionados como los viajeros occidentales que viajaban desde el sur para contemplar Estambul surgiendo de la niebla. Al término del viaje, emprendido con esperanza y curiosidad, se despliega ante ellos una ciudad de mezquitas y minaretes, un collage de casas, calles, montañas, puentes y declives, un universo entero. Al verlo, queremos entrar en ese universo y perdernos en él, tal como lo haríamos con un libro. Después de sentarnos a la mesa porque nos sentíamos provincianos, excluidos, marginales, furiosos o profundamente melancólicos, hemos encontrado un mundo entero más allá de esos sentimientos.
Lo que siento ahora es lo contrario de lo que sentí cuando niño y cuando joven: para mí, el centro del universo es Estambul, no sólo porque he vivido allí toda mi sino porque, a lo largo de los últimos treinta y tres años, he venido narrando sus calles, sus puentes, su gente, sus perros, sus casas, sus mezquitas, sus fuentes, sus héroes extraordinarios, sus almacenes, sus personajes famosos relatando sus calles , hablando de sus calles, sus lugares obscuros, sus días y sus noches, haciéndolos parte de mí, abrazándolos a todos. Llegó un punto en el que ese mundo que yo había construido con mis propias manos, ese mundo que existía sólo en mi cabeza, fue más real que la ciudad en la que yo vivía en realidad. Esto sucedió cuando toda esa gente y esas calles, esos objetos y esos edificios parecieron empezar a hablar entre ellos, y empezaron a interactuar de maneras que yo no había previsto, como si ellos no existieran sólo en mi imaginación y en mis libros sino como si tuviesen vida propia. Ese mundo que yo había creado como un hombre que cava un manantial con una aguja parecía entonces más verdadero que todo lo demás.
Mi padre pudo también haber descubierto esta clase de felicidad durante los años que pasó escribiendo, pensé cuando contemplaba la maleta de mi padre: yo no debía prejuzgarlo. ¡Le estaba tan agradecido!, después de todo, el nunca había sido un padre común, autoritario, intimidante, opresivo, golpeador, sino un padre que siempre me dejó libre, que siempre me mostró el mayor respeto. A menudo yo había pensado que si yo era capaz, cada tanto, de escribir desde mi imaginación, sea por libertad o por irresponsabilidad, fue porque, a diferencia de tantos de mis amigos de infancia y juventud, yo no sentía temor de mi padre y en ocasiones, y muy intensamente, yo había creído que yo había llegado a convertirme en escritor porque mi padre, en su juventud, también había querido serlo. Debía leerlo con tolerancia, tratar de entender lo que él había escrito en aquellos cuartos de hotel.
Con estos pensamientos esperanzadores caminé hasta la maleta de mi padre, que todavía estaba apoyada en el mismo lugar en el que mi padre la había dejado. Recurriendo a toda mi fuerza de voluntad, leí desde el principio hasta el final algunos manuscritos y cuadernos. ¿Sobre qué había escrito mi padre? Recuerdo algunos paisajes desde las ventanas de los hoteles de París, unos pocos poemas, paradojas, análisis… Mientras escribo me siento como alguien que acaba de estar en un accidente de tránsito, y está luchando por recordar como sucedió mientras, al mismo tiempo, está atemorizado ante la perspectiva de recordar demasiado. Cuando yo era niño, y mi padre y mi madre estaban a punto de empezar una pelea, en la que caían en uno de esos silencios de muerte, mi padre prendía inmediatamente la radio para cambiar la disposición de ánimo y la música nos ayudaba a olvidar todo más rápido.
Permítanme cambiar de ánimo con algunas palabras agradables que, espero, servirán tanto como aquella música. Como Ustedes saben, la pregunta que se nos hace a nosotros los escritores, la pregunta predilecta, es ¿Por qué escribe? Yo escribo porque tengo la innata necesidad de escribir. Escribo porque no puedo hacer un trabajo normal como otras personas. Escribo porque quiero leer libros como los que escribo. Escribo porque estoy enojado con todos ustedes, enojado con todo el mundo. Escribo porque amo sentarme a escribir en un cuarto, todo el día. Escribo porque sólo puedo tomar parte de la vida real cambiándola. Escribo porque quiero que todos los demás, todos nosotros, el mundo entero, sepan que clase de vida vivíamos y todavía seguimos viviendo en Estambul, en Turquía. Escribo porque amo el olor del papel, de la lapicera, de la tinta. Escribo porque, más que en cualquier otra cosa, creo en la literatura, en el arte de la novela. Escribo porque es un vicio, una pasión. Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la gloria y el provecho que conlleva el escribir. Escribo para estar solo. Escribo, tal vez, porque tengo la esperanza de entender por qué estoy tan, pero tan enojado con todos ustedes, tan, pero tan enojado con todo el mundo. Escribo porque me gusta que me lean. Escribo porque una vez que he comenzado una novela, un ensayo, una página, quiero terminarlos. Quiero terminar con esto. Escribo porque todo el mundo espera que yo escriba. Escribo porque tengo una devoción infantil por la inmortalidad de las bibliotecas y por la manera en que mis libros se asentarán en los estantes. Escribo porque es emocionante verter en palabras todas las bellezas y riquezas de la vida. Escribo porque quiero escapar del presentimiento de que hay un lugar al que debo ir, tal como en un sueño, y no puedo llegar allí del todo. Escribo porque nunca he sabido ingeniármelas para ser feliz. Y escribo para ser feliz.
Una semana después de que vino a mi estudio y me dejó su maleta, mi padre volvió de visita. Como siempre, me llevó una tableta de chocolate (había olvidado que yo tenía 48 años). Como siempre, conversamos, y reímos, de la vida, de política, y de los chismes de familia. En algún momento, los ojos de mi padre se posaron en el rincón donde había dejado su maleta y vio que yo la había cambiado de lugar. Nos miramos a los ojos. Siguió un silencio apremiante. Yo no le dije que había abierto la maleta y había tratado de leer su contenido: en lugar de eso, miré hacia fuera. Pero él comprendió. En el preciso momento en que yo entendí que él había comprendido. En el preciso momento en que él entendió que yo había comprendido que él había entendido. Pero todo ese entendimiento sólo duró lo que puede durar lo que cabe en unos segundos. Porque mi padre era un hombre alegre, sereno, que tenía confianza en sí mismo; me sonrió de la forma en que siempre lo hacía. Cuando él dejó la casa, repitió todas las cosas cariñosas y alentadoras que él siempre me decía, como un padre.
Como siempre, lo miré partir, envidiando su felicidad, su temperamento despreocupado e imperturbable. Pero recuerdo también que ese día hubo también una chispa de júbilo dentro mío que me hizo avergonzar. Fue impulsada por el pensamiento de que, tal vez, yo no estaba tan cómodo en la vida como lo estaba él, que quizá yo no había llevado una vida tan feliz o tan libre de conflictos como la que él tenía, pero yo sí había consagrado mi vida a la escritura…han entendido?…yo sentía vergüenza de pensar tales cosas a costa de mi padre… de todas las personas, mi padre… que jamás había sido una fuente de dolor para mí, que me había dejado libre. Todo esto debe recordarnos que la escritura y la literatura están íntimamente vinculadas a la falta de un centro en nuestras vidas y a nuestros sentimientos de felicidad y culpa.
Pero mi historia tiene una simetría que inmediatamente me hace acordar de algo que sucedió ese día y que me trae un sentimiento de culpa aún más profundo. Veintitrés años antes de que mi padre me dejara su maleta y cuatro años después de que hubiera decidido convertirme en novelista, a los veintidós años y abandonando todo lo demás y encerrado en mi cuarto, terminé mi primera novela, “Cevdet Bey y sus hijos”; con manos temblorosas le entregué a mi padre el texto mecanografiado de la todavía no publicada novela para que pudiera leerla y comentarme lo que opinaba. No lo hice solamente porque tenía confianza en su gusto y en su inteligencia: su opinión era muy importante para mí porque él, a diferencia de mi madre, no se había opuesto a mi deseo de convertirme en escritor. En ese momento mi padre no estaba con nosotros sino muy lejos. Esperé impacientemente su regreso. Cuando volvió dos semanas después, yo corrí a abrir la puerta. Mi padre no dijo nada, pero en el acto estiró sus brazos alrededor mío, de una manera con la que me decía que le había gustado mucho. Por un instante, estuvimos inmersos en el tipo de silencio embarazoso que tan a menudo acompaña los momentos de gran emoción. Después, cuando ya nos habíamos tranquilizado y empezamos a hablar, mi padre recurrió a un lenguaje muy intenso y exagerado para manifestar su confianza en mí o en mi primera novela: me dijo que, algún día, yo ganaría el premio que hoy, con inmensa alegría, voy a recibir aquí
Dijo eso no porque estuviera tratando de convencerme de su buena opinión, ni para establecer este premio como objetivo; lo dijo como un padre turco que brinda apoyo a su hijo, alentándolo y diciéndole “Algún día, tú llegarás a ser un pashá”. Durante años, cada vez que me veía, me daba aliento con esas mismas palabras.
Mi padre murió en diciembre de 2002.
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