Existe algo de grande y de horrible en el suicidio. Hay muchos cuyas caídas carecen de peligro, porque, como las de los niños, son desde muy bajo para lastimarse; pero, cuando un hombre se estrella, debe venir de muy alto, haberse elevado hasta los cielos, haber vislumbrado algún paraíso inaccesible. Implacables deben ser los huracanes que le fuerzan a demandar la paz del alma al cañón de una pistola. ¡Cuántos jóvenes talentos, confinados en una buhardilla, se marchitan y perecen por falta de un amigo, por falta del consuelo de una mujer, en el seno de un millón de seres, en presencia de una multitud harta de oro y que se aburre! Ante semejante idea, el suicidio adquiere proporciones gigantescas. Entre una muerte voluntaria y la fecunda esperanza cuya voz llamara a un joven a París, sólo Dios sabe el cúmulo de concepciones encontradas, de poesías abandonadas, de lamentos y de gritos ahogados, de tentativas inútiles y de méritos abortados. Cada suicidio es un sublime poema de melancolía.
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