Recuerdo que hace muchos años vi una película llamada
Y mañana serán hombres
.
En ella se cuenta la historia de unos chicos que están encerrados en un reformatorio y que han sido alojados allí «porque no servían para nada». Y lo que se les decía era que ellos iban a estar allí hasta que fueran mayores de edad, pero que al salir seguramente iban a delinquir e iban a terminar sus días en una cárcel, porque ése era su destino.
En un momento llega a la institución un nuevo director que no cree que esto tenga que ser así, que no es cierto que esos chicos no sirvan para nada, y comienza a estimularlos, a establecer con ellos un vínculo diferente, atravesado por el respeto y el aliento. En contraposición con los dichos anteriores, él les dice que tienen que prepararse para cuando salgan, les pregunta qué es lo que quieren ser, cuál es su deseo y los incentiva a que recorran el camino hacia él. Y, sobre todo, les transmite la idea de que confía en ellos.
Cierto día se presenta en su despacho un chico al que apodaban «El Gallo». Este muchacho era reconocido por ser el más rebelde, el de peor carácter, el líder violento del grupo e incluso había tratado de escapar del reformatorio en varias ocasiones.
En esa escena, El Gallo mira al director y el diálogo es más o menos el siguiente:
—Señor, usted siempre nos dice que confía en nosotros. Pero ¿de verdad confía en mí?
El hombre lo mira sin entender bien a qué viene todo esto y le responde que sí.
—Entonces yo quiero pedirle un favor —le dice el joven—. Necesito que me deje salir un día de aquí.
El director le explica que eso es imposible, que está prohibido y que además él ha intentado escapar varias veces, lo cual vuelve a su pedido aún más difícil de complacer. Pero le pregunta por qué le está pidiendo algo que él sabe que no es lícito hacer y El Gallo le responde que su madre se está muriendo, y que a él le gustaría acompañarla y que ella pueda verlo antes de partir.
El hombre se ve en una encrucijada de la que sale apostando a la confianza. Acepta el pedido que el chico le hace con una condición, de que al otro día, con el primer tren que llega al pueblo, él debe estar de vuelta, y le ruega que por favor cumpla, que no lo defraude, porque si lo hace, eso significaría que tenían razón los que decían que no se podía confiar en ellos.
El Gallo se va. A la mañana siguiente, a la hora pautada, el joven no ha llegado al reformatorio y el director envía a su asistente a la estación de tren a ver qué ocurrió. A los minutos el hombre regresa con la información de que ese día, en el primer tren de la mañana, no vino nadie.
Apesadumbrado, el director se dirige a su cuarto y prepara su valija y su renuncia. Enterados de esto los chicos van a pedirle que no se vaya:
—Señor —le suplican— por favor, no se vaya. Porque si usted se va nos van a mandar a otro como los de antes… esos que piensan que nosotros no servimos para nada. Por favor, no nos deje.
Pero el director les dice que jamás les ha mentido y que siempre confió en ellos y que ahora no sabe si podrá volver a hacerlo.
Mientras hablan sobre esto, desde la puerta el asistente lo llama a los gritos. El se dirige rápidamente y al llegar ve a El Gallo que viene corriendo, como alma que lleva el diablo, por el camino de tierra que llevaba al pueblo. Cuando está frente a él, el joven cae de rodillas extenuado y con lágrimas en los ojos le dice:
—Señor, perdóneme. Yo quería cumplir, pero mi madre tardó un poco más en morir y no pude dejarla sola. Y cuando llegué a la estación el tren ya se había ido. Vine corriendo desde allí, pero aun así no llegué a tiempo. Sé que le fallé, pero por favor, no se vaya, no nos deje.
El hombre lo toma de los hombros conmovido, lo ayuda a levantarse y lo abraza. Y el chico duro y rebelde llora. Llora por la madre que ha muerto, pero también llora por gratitud a ese hombre que con su confianza le ha abierto la puerta de un destino diferente, y por haber podido cambiar un mandato siniestro que lo condenaba a la marginalidad y el delito por otro que le habilita un camino a lo largo del cual pueda llegar a ser alguien de quien él mismo se sienta orgulloso.
La palabra posibilita la educación, la transmisión del afecto y la comunicación, y eso es algo maravilloso.
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En ella se cuenta la historia de unos chicos que están encerrados en un reformatorio y que han sido alojados allí «porque no servían para nada». Y lo que se les decía era que ellos iban a estar allí hasta que fueran mayores de edad, pero que al salir seguramente iban a delinquir e iban a terminar sus días en una cárcel, porque ése era su destino.
En un momento llega a la institución un nuevo director que no cree que esto tenga que ser así, que no es cierto que esos chicos no sirvan para nada, y comienza a estimularlos, a establecer con ellos un vínculo diferente, atravesado por el respeto y el aliento. En contraposición con los dichos anteriores, él les dice que tienen que prepararse para cuando salgan, les pregunta qué es lo que quieren ser, cuál es su deseo y los incentiva a que recorran el camino hacia él. Y, sobre todo, les transmite la idea de que confía en ellos.
Cierto día se presenta en su despacho un chico al que apodaban «El Gallo». Este muchacho era reconocido por ser el más rebelde, el de peor carácter, el líder violento del grupo e incluso había tratado de escapar del reformatorio en varias ocasiones.
En esa escena, El Gallo mira al director y el diálogo es más o menos el siguiente:
—Señor, usted siempre nos dice que confía en nosotros. Pero ¿de verdad confía en mí?
El hombre lo mira sin entender bien a qué viene todo esto y le responde que sí.
—Entonces yo quiero pedirle un favor —le dice el joven—. Necesito que me deje salir un día de aquí.
El director le explica que eso es imposible, que está prohibido y que además él ha intentado escapar varias veces, lo cual vuelve a su pedido aún más difícil de complacer. Pero le pregunta por qué le está pidiendo algo que él sabe que no es lícito hacer y El Gallo le responde que su madre se está muriendo, y que a él le gustaría acompañarla y que ella pueda verlo antes de partir.
El hombre se ve en una encrucijada de la que sale apostando a la confianza. Acepta el pedido que el chico le hace con una condición, de que al otro día, con el primer tren que llega al pueblo, él debe estar de vuelta, y le ruega que por favor cumpla, que no lo defraude, porque si lo hace, eso significaría que tenían razón los que decían que no se podía confiar en ellos.
El Gallo se va. A la mañana siguiente, a la hora pautada, el joven no ha llegado al reformatorio y el director envía a su asistente a la estación de tren a ver qué ocurrió. A los minutos el hombre regresa con la información de que ese día, en el primer tren de la mañana, no vino nadie.
Apesadumbrado, el director se dirige a su cuarto y prepara su valija y su renuncia. Enterados de esto los chicos van a pedirle que no se vaya:
—Señor —le suplican— por favor, no se vaya. Porque si usted se va nos van a mandar a otro como los de antes… esos que piensan que nosotros no servimos para nada. Por favor, no nos deje.
Pero el director les dice que jamás les ha mentido y que siempre confió en ellos y que ahora no sabe si podrá volver a hacerlo.
Mientras hablan sobre esto, desde la puerta el asistente lo llama a los gritos. El se dirige rápidamente y al llegar ve a El Gallo que viene corriendo, como alma que lleva el diablo, por el camino de tierra que llevaba al pueblo. Cuando está frente a él, el joven cae de rodillas extenuado y con lágrimas en los ojos le dice:
—Señor, perdóneme. Yo quería cumplir, pero mi madre tardó un poco más en morir y no pude dejarla sola. Y cuando llegué a la estación el tren ya se había ido. Vine corriendo desde allí, pero aun así no llegué a tiempo. Sé que le fallé, pero por favor, no se vaya, no nos deje.
El hombre lo toma de los hombros conmovido, lo ayuda a levantarse y lo abraza. Y el chico duro y rebelde llora. Llora por la madre que ha muerto, pero también llora por gratitud a ese hombre que con su confianza le ha abierto la puerta de un destino diferente, y por haber podido cambiar un mandato siniestro que lo condenaba a la marginalidad y el delito por otro que le habilita un camino a lo largo del cual pueda llegar a ser alguien de quien él mismo se sienta orgulloso.
La palabra posibilita la educación, la transmisión del afecto y la comunicación, y eso es algo maravilloso.