Estoy de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo hacia donde me han dicho que aún existe bosque sin talar.Ayer conduje a través de kilómetros de tocones y restos calcinados de incendios donde, en el ’56, se encontraba el bosque más maravilloso que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las personas tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego. Me encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de 1980 y vine a visitar a un amigo que era maestro en una escuela de Londres. Está aquí “para ayudar a África” como solemos decir. Es un alma genuinamente idealista y las condiciones en que encontró esta escuela le provocaron una depresión de la que le costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas las escuelas construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro grandes salones de ladrillo uno a continuación del otro, edificados directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón en un extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones, pero mi amigo guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las roben. No hay ningún atlas ni globo terráqueo en la escuela, tampoco libros de texto, carpetas de ejercicios ni biromes, en la biblioteca no hay libros que a los alumnos les gustaría leer: son volúmenes de universidades estadounidenses, incluso demasiado pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas, historias de detectives o títulos similares a Fin de semana en Paris o Felicity encuentra el amor. Hay una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El director ha malversado los fondos escolares y se encuentra suspendido, situación que suscita la pregunta habitual para todos nosotros aunque por lo general en contextos más prósperos: ¿Cómo puede ser que estas personas se comporten de tal manera cuando deben saber que todos las están observando? Mi amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le piden prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le devuelvan el préstamo. Los alumnos tienen entre seis y veintiséis años porque quienes no pudieron asistir a la escuela antes se encuentran aquí para remediar tal situación. Algunos alumnos recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y a través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas porque no hay electricidad en las aldeas y no es f ácil estudiar a la luz de un leño encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y cocinar cuando vuelven a sus hogares desde la escuela y antes de partir hacia la escuela. Mientras estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan tímidamente y todas piden libros. “Por favor, mándanos libros cuando regreses a Londres.” Un hombre dijo: “Nos enseñaron a leer, pero no tenemos libros”. Todas las personas que conocí, todas ellas, pedían libros. Estuve varios días allí. El polvo volaba por todas partes, escaseaba el agua porque las cañerías se habían roto y las mujeres volvían a acarrear agua desde el río. Otro maestro idealista llegado de Inglaterra se había enfermado de bastante gravedad luego de ver el estado en que se encontraba esta “escuela”. El último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron la cabra, que cortaron en trocitos y cocinaron en una gran fuente. Era el esperado banquete de f in de ciclo, guiso de cabra y puré. Me alejé de allí antes de que terminara, conduje por el camino de regreso entre calcinados restos y tocones que habían sido bosque. No creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios. Al día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una escuela muy buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para varones. Buenos edificios y jardines. Estos alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas y resulta natural que muchos de los visitantes sean padres, f amiliares e incluso madres de los alumnos. La visita de una celebridad no es ningún acontecimiento para ellos. La escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi mente y contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento contarles acerca de aquello que he visto durante la última semana.Aulas sin libros, sin manuales, ni un atlas, ni siquiera un mapa colgado en la pared. Una escuela donde los maestros suplican que les envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que sólo tienen dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños que todas y cada una de las personas piden libros: “Por f avor, mándennos libros”. Estoy segura de que quien pronuncie un discurso aquí advertirá el momento en que las caras que tiene frente a sí se tornan inexpresivas. Tu público no escucha lo que dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con aquello que les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de polvo, donde el agua es escasa y donde, al f inalizar el ciclo lectivo, una cabra recién f aenada y cocida en una olla grande constituye el banquete de f in de año. ¿Acaso les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta? Me esf uerzo al máximo. Son individuos bien educados. Estoy convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán premios. Al f inalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre pregunto cómo es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en esta escuela privilegiada, oigo aquello que siempre oigo cuando voy de visita a las escuelas e incluso a las universidades. —Ya sabes cómo es. Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa la mitad de la biblioteca. “Ya sabes como es”. Sí, ef ectivamente sabemos cómo es. Todos nosotros. Somos parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras certezas de apenas pocas décadas atrás y donde es común que hombres y mujeres jóvenes con años de educación no sepan nada acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo conozcan alguna especialidad y ninguna otra, por ejemplo, las computadoras. Somos parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas sino durante un lapso más prolongado, modif icó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar jamás “¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?”. Y así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos modif icaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso personas bastante razonables conf esarán que una vez que se han conectado es dif ícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido, etc. Hace poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes obras literarias. Por supuesto, todos sabemos que durante el transcurso de esa f eliz etapa, muchas personas simulaban leer, simulaban respeto por el aprendizaje, pero existen pruebas de que los trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener libros y ello se evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y universidades obreras durante los siglos XVIII y XIX. La lectura, los libros solían f ormar parte de la educación general. Las personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en cuenta el papel f undamental que desempeñaba la lectura para la educación porque los jóvenes saben mucho menos. Y si los niños no saben leer, es porque nunca han leído. Todos conocemos esta triste historia. Pero no conocemos su f inal. Recordemos el antiguo proverbio: “La lectura es el alimento del alma” —y dejemos de lado los chistes relacionados con los excesos en la comida—, la lectura alimenta el alma de mujeres y hombres con inf ormación, con historia, con toda clase de conocimientos. Pero nosotros no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado tiempo me telef oneó una amiga para contarme que había estado en Zimbabwe, en una aldea donde sus habitantes habían pasado tres días sin comer, pero seguían hablando sobre libros y cómo conseguirlos, sobre educación. Pertenezco a una pequeña organización que se f undó con el propósito de abastecer de libros a las aldeas. Había un grupo de personas que por motivos dif erentes había recorrido todas las zonas rurales del territorio de Zimbabwe. Nos inf ormaron que en las aldeas, a dif erencia de la opinión generalizada, viven muchísimas personas inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de vacaciones, ancianos. Yo misma solventé una pequeña encuesta para averiguar las pref erencias de los lectores y descubrí que los resultados eran similares a los que arrojaba una encuesta sueca, cuya existencia desconocía hasta ese momento. Esas personas querían leer aquello que quieren leer los europeos, al menos quienes leen: novelas de todas clases, ciencia f icción, poesía, historias de detectives, obras dramáticas, Shakespeare y los libros de autoenseñanza —cómo abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—, aparecían al f inal de la lista. Mencionaban las obras completas de Shakespeare: conocían el nombre. Un problema para encontrar libros destinados a los aldeanos consiste en que ellos desconocen la of erta, de modo que un libro de lectura obligatoria en la escuela como El alcalde de Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular porque todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la granja, por razones obvias, es la más popular de las novelas. Nuestra pequeña organización conseguía libros de toda f uente posible, pero recordemos que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra costaba un salario mensual: así ocurría antes de que se impusiera el reinado del terror de Mugabe.Ahora, debido a la inf lación, equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que llegue una caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La biblioteca podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos bajo un árbol. Y en el transcurso de una semana comenzarán a dictarse clases de alf abetización: las personas que saben leer enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica cívica, y en una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas principales en Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas, incestuosas, plagadas de delitos y asesinatos. Nuestra pequeña organización contó desde sus inicios con el apoyo de Noruega y luego de Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros suministros de libros se hubieran agotado muy pronto. Se envían novelas publicadas en Zimbabwe y, también, libros de bricolaje a personas ávidas de ellos. Suele decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo que sea verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y avidez por los libros surge, no del régimen de Mugabe sino del anterior, de la época de los blancos. Semejante hambre de libros es un f enómeno sorprendente y puede observarse en todo el territorio comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza. Existe un vínculo improbable entre tal f enómeno y un hecho: crecí en una vivienda que era virtualmente una choza de barro con techo de paja. Es la clase de construcción típica en todas las zonas donde hay juncos o pastizales, suf iciente barro, soportes para las paredes. En Inglaterra durante la época de predominio sajón, por ejemplo. La casa donde viví tenía cuatro habitaciones, una junto a otra, no sólo una, y de hecho estaba llena de libros. Mis padres no se limitaron a llevar libros desde Inglaterra a África sino que mi madre compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en grandes paquetes envueltos con papel madera y que f ueron la alegría de mis primeros años. Una choza de barro, pero llena de libros. Y suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay suministro de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra f amilia en nuestra elongada choza de barro): “Yo también seré escritor, porque tengo la misma clase de casa en que vivía usted”. Pero aquí está la dif icultad. No. La escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros. Allí está la brecha.Allí está la dif icultad. Estuve leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel]. Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las mejores tradiciones. Pensemos en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes f ormaban parte de sus recuerdos f amiliares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en contacto con las mejores tradiciones. Pensemos en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa mente maravillosa por su audacia y valentía. Para escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición. Tengo un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente.Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena y grava, hay escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores recursos. Hay una escuela… semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y la utilizó para aprender. Para la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran las mejores escuelas. En Zimbabwe no se f orman escritores. No es f ácil, mucho menos bajo el dominio de Mugabe. Todos ellos recorrieron un arduo camino hacia la alf abetización, sin mencionar sus esf uerzos para convertirse en escritores. Me ref iero a que las situaciones relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha permanente por la comida y la ropa. Sin embargo, a pesar de las dif icultades, surgieron los escritores y hay algo más que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado f ísicamente menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro f ormidable. Libros, literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro), es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que distribuya los libros. Recibí numerosos inf ormes sobre el panorama editorial para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con su dif erente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de posibilidades. Aquí estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace f alta algo más. A los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres caligráf icos? Sin embargo, la pregunta f undamental es: “¿Has encontrado un espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?”.A ese espacio, que es una f orma de escuchar, de prestar atención, llegarán las palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la inspiración. Si un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y los cuentos podrían nacer muertos. Cuando los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este espacio, este otro tiempo. “¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?” Pasemos a un panorama en apariencia muy dif erente. Estamos en Londres, una de las grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún chiste. A este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero. Los paparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja, alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos todo eso, sentimos pena por los neóf itos, que no tienen idea de qué ocurre en realidad. Ella, él disfruta de los halagos, del reconocimiento. Pero preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: “Es lo peor que me pudo haber pasado”. Algunos de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han escrito aquello que querían, que se proponían escribir. Y nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. “¿Aún conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces, sujétate f uerte, no te sueltes.” Es imprescindible alguna clase de educación. En mi mente habitan magníf icos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O, cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos claros, durante la estación seca, con su satinado y prof undo tono de verde, con todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elef antes, jiraf as, leones y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas. Pero hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora frente a su “biblioteca”. Un visitante estadounidense, al ver una biblioteca sin libros, envió un cajón, pero el joven los tomó uno por uno, con sumo respeto, y los envolvió en material plástico. “Pero”, le dijimos, “¿acaso esos libros no son para leer?” y nos respondió: “No, se van a ensuciar y entonces ¿dónde consigo otros?”. Su deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a enseñar. “Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria”, suplica, “pero nunca me enseñaron a enseñar.” He visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni siquiera un trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado— enseñar a su clase f ormada por alumnos entre seis y dieciocho años con piedritas que movía sobre la tierra mientras recitaba “Dos por dos son…”, etc. He visto una muchacha, de escasos veinte años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de ejercicios, biromes, de todo, que dibujaba las letras del abecedario con un palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una nube de polvo. Somos testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África, en cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas partes del mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan acceso a una educación que los saque de la pobreza, a los benef icios de la educación. Nuestra educación que tan amenazada se encuentra en esta época. Quisiera que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en un comercio de ramos generales propiedad de un hindú, en una zona pobre, durante una época de sequía prolongada. Hay una hilera de personas, en su mayoría mujeres, con toda clase de recipientes para agua. Este negocio recibe una provisión de agua cada tarde desde la ciudad y esas personas están esperando su ración de esa preciada agua. El hindú presiona las muñecas contra la superf icie del mostrador y observa a una mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de papel que parece arrancado de un libro. Está leyendo Anna Karenina. Ella lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro dif ícil. Es una joven con dos niños pequeños que se af erran a sus piernas. Está embarazada. El hindú se angustia al ver la pañoleta que cubre la cabeza de la joven, que debería ser blanca, pero a causa del polvo tiene un tono amarillento. El polvo se deposita entre sus pechos y sobre sus brazos.Al hombre lo angustian las hileras de personas, todas sedientas, porque no tiene suf iciente agua para darles. Se indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí af uera, más allá de las nubes de polvo. Su hermano, mayor, le ayudaba con el negocio, pero dijo que necesitaba un descanso, se había ido a la ciudad, bastante enf ermo en realidad, a causa de la sequía. El hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven: —¿Qué estás leyendo? —Es sobre Rusia —responde la chica. —¿Sabes dónde queda Rusia? —Tampoco él está muy seguro. La joven lo mira f ijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos enrojecidos por el polvo. —Yo era la mejor de la clase. Mi maestra me dijo que era la mejor. La joven retoma la lectura: quiere llegar al f inal del párraf o. El hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta, pero la madre dice: —La Fanta les da más sed. El hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina hacia un enorme recipiente plástico que se encuentra a su lado detrás del mostrador y sirve agua en dos jarros plásticos que entrega a los niños. Observa mientras la joven mira beber a sus hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro de agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa. Luego ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre llena. La joven y los niños lo observan atentamente para que no derrame ni una gota. Ella vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párraf o la f ascina y vuelve a leerlo. “Varenka lucía muy atractiva con la pañoleta blanca sobre su negra cabellera, rodeada por los niños a quienes atendía con alegría y buen humor y al mismo tiempo visiblemente entusiasmada por la posibilidad de una propuesta de matrimonio que le f ormularía un hombre a quien apreciaba. Koznyshev caminaba a su lado y le dirigía constantes miradas de admiración.Al contemplarla, recordaba todas las cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las virtudes que le conocía y se tornaba más y más consciente de que sus sentimientos por ella eran algo singular, algo que sólo había sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás, en su primera juventud. La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y por f in llegó a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo superior, la miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre inquietud temerosa que inundaba su cara, se sintió conf undido y, en silencio, le dirigió una sonrisa por demás reveladora.” Este fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto a varios ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de periódicos con muchachas en bikini. Ha llegado el momento de abandonar el ref ugio del negocio y desandar los seis kilómetros para llegar a su aldea. Ya es hora… Af uera las hileras de mujeres que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el hindú deja correr el tiempo. Sabe cuánto esf uerzo le demandará a esta joven volver a su casa arrastrando a dos niños. Quisiera regalarle ese trozo de prosa que tanto la f ascina, pero le resulta increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz de comprenderlo. ¿Cómo ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este mostrador de un remoto comercio de ramos generales? Así. Sucedió que un f uncionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un ejemplar de esta novela en la librería cuando inició sus viajes a través de varios océanos y mares. En el avión, se acomodó en su asiento de clase ejecutiva y de un tirón dividió el libro en tres partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros con la seguridad de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también de hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo en voz alta a quien quisiera escucharlo: “Es mi costumbre para los viajes largos.A nadie le gusta sostener un libro muy pesado. La novela era una edición de bolsillo, pero no deja de ser un libro extenso. El hombre estaba acostumbrado a que lo escuchasen cuando hablaba. “Viajo todo el tiempo”, conf esó. “Viajar en esta época ya es bastante esf uerzo.” Tan pronto como los pasajeros se acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y se puso a leer. Cuando alguien lo miraba, por curiosidad o no, se desahogaba. “No, en realidad es la única manera de viajar.” Conocía la novela, le gustaba y este original modo de leer verdaderamente agregaba sabor a aquello que al f in de cuentas era un libro f amoso. Cuando llegaba al f inal de una sección del libro, llamaba a la azaf ata y se la enviaba a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta situación atraía gran interés, reprobación, justif icada curiosidad cada vez que una sección de la gran novela rusa llegaba, mutilada aunque legible, a la parte posterior del avión. En general, esta ingeniosa f orma de leer Anna Karenina produjo una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya olvidado. Mientras tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el mostrador con sus hijitos prendidos de su f alda. Usa jeans, porque es una mujer moderna, pero sobre ellos se ha puesto la gruesa f alda de lana, parte del atuendo tradicional de su pueblo: sus hijos pueden af errarse a ella, a sus amplios pliegues. La joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre la apreciaba y se compadecía de ella, y salió en dirección a la polvareda. Los niños ya no tenían f uerzas ni para llorar y las gargantas se les habían llenado de polvo. Era penosa, claro que sí, era penosa esa caminata, un pie tras otro, a través del polvo que se depositaba en blandos montículos traicioneros bajo sus plantas. Es penoso, muy penoso, pero ella estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus pensamientos estaban ocupados por la historia que acababa de leer. Iba pensando: “Se parece a mí, con su pañoleta blanca y también porque cuida niños. Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le propondrá matrimonio. (No había pasado de aquel párraf o.) Sí, también encontraré a un hombre y me llevará lejos de todo esto, a mí y a los niños, sí, me amará y me cuidará”. La joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros. Sigue adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita dentro del recipiente.A medio camino ella se detiene para acomodar el recipiente. Sus hijos gimotean y lo tocan. Ella piensa que no lo puede abrir, porque se llenaría de polvo. De ninguna manera puede abrir el recipiente antes de llegar a casa. —Esperen —dice a sus hijos—. Esperen. Debe darse ánimo y continuar. Y piensa. Mi maestra dijo que allí había una biblioteca, más grande que el supermercado, un edif icio grande lleno de libros. La joven sonríe mientras avanza y el polvo le azota la cara. Soy inteligente, piensa. La maestra dijo que soy inteligente. La más inteligente de la escuela, así dijo ella. Mis hijos serán inteligentes, igual que yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno de libros, e irán a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo también podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán dinero. Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena vida. Supongo que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa que estaba sobre el mostrador del negocio de ramos generales. Sería un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo. Y allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que dará a sus hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá también. Y allí va… a través de las pavorosas polvaredas que provoca una sequía africana. Estamos hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos talento para la ironía e incluso para el cinismo.Apenas si utilizamos ciertas palabras e ideas, debido al desgaste que experimentan. Pero tal vez queramos recuperar algunas palabras que han perdido su potencialidad. Tenemos un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro. Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos. Poseemos una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos disponer de ella, siempre. Tenemos un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el f uego, la magia, el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente. Si consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de contacto con el f uego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al f uego, al hielo y a los f uertes vientos que nos dieron f orma y que conf ormaron nuestro mundo. El narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que todos podemos imaginar con f acilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea: para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo. Esa pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con educación para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros, atiborrados de comida, con nuestros armarios repletos de ropa, sofocados por nuestras superabundancias? Creo que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos podrían definir.
lunes, 24 de enero de 2022
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