Las mentiras más devastadoras para nuestra autoestima no son tanto las que decimos como las que vivimos.
Vivimos en una mentira cuando desfiguramos la realidad de nuestra experiencia o la verdad de nuestro ser.
Así, vivo una mentira cuando finjo un amor que no siento; cuando simulo una indiferencia que no siento; cuando me presento como más de lo que soy, o como menos de lo que soy; cuando digo que estoy irritado y lo cierto es que tengo miedo; cuando aparento indefensión y lo cierto es que soy un manipulador; cuando niego y oculto mi entusiasmo por la vida; cuando finjo una ceguera que niega mi comprensión; cuando pretendo poseer una información que no tengo; cuando me río y en realidad necesito llorar: cuando paso un tiempo inútil con gente que no me gusta; cuando me presento como la personificación de valores que no siento ni poseo; cuando soy amable con todos menos con las personas que digo amar; cuando me adhiero falsamente a ciertas creencias para gozar de aceptación; cuando finjo modestia; cuando finjo arrogancia; cuando permito que mi silencio implique asentimiento con respecto a convicciones que no comparto; cuando digo que admiro a una clase de persona pero duermo siempre con otra.
La buena autoestima exige coherencia, lo cual significa que el sí-mismo interior y el sí-mismo que se ofrece al mundo deben concordar.
Si elijo falsear la realidad de mi persona, lo hago para engañar la conciencia de los otros (y también a la mía propia). Lo hago porque considero inaceptable lo que soy. Valoro cualquier idea de otro por encima de mi propio conocimiento de la verdad. Mi castigo es que atravieso la vida con la atormentada sensación de ser un impostor. Esto significa, entre otras cosas, que me condeno a la angustia de preguntarme eternamente cuándo me descubrirán.
Primero, me rechazo a mí mismo; esto está implícito en el hecho de vivir mentiras, en el de falsear la verdad de mi persona. Después, me siento rechazado por los demás, o busco posibles signos de rechazo, para lo cual soy generalmente rápido. Imagino que el problema se plantea entre los demás y yo. No se me ocurre que lo que más temo de los otros ya me lo he hecho a mí mismo.
La honestidad consiste en respetar la diferencia entre lo real y lo irreal, y no en buscar la adquisición de valores mediante el falseamiento de la realidad, ni la consecución de objetivos pretendiendo que la verdad es distinta de lo que es.
Cuando intentamos vivir de una manera poco auténtica, siempre somos nuestra primera víctima, ya que, en definitiva, el fraude va dirigido contra nosotros mismos.
Es obvio que las mentiras más comunes de la vida cotidiana perjudican la autoestima: "No, no comí una tercera porción de tarta de fresas"; "No, no me acosté con fulano"; "No, no cogí ese dinero"; "No, no falseé los resultados de la prueba", etcétera. La conclusión es siempre que la verdad es vergonzosa, o peor que vergonzosa. Ese es el mensaje que nos transmitimos a nosotros mismos cuando decimos mentiras semejantes. Pero éste es el nivel de deshonestidad más obvio. Aquí debemos considerar una clase de deshonestidad mucho más profunda, tan íntimamente vinculada (así es como lo sentimos) a nuestra supervivencia que renunciar a ella suele ser un desafío de mucha más envergadura.
Para evitar una posible mala interpretación, digamos que vivir auténticamente no significa practicar una sinceridad compulsiva. No significa anunciar cada pensamiento, sentimiento o acción posibles, sin tener en cuenta si el contexto es apropiado o no, o su relevancia. No significa confesar verdades de manera indiscriminada. No significa dar opiniones que no nos han pedido sobre el aspecto de otras personas, ni formular necesariamente críticas exhaustivas, aunque nos las hayan pedido. No significa ofrecerse a brindar información a un ladrón sobre unas joyas escondidas.
Por otro lado, debemos reconocer que la mayoría de nosotros hemos sido educados casi desde el mismo día en que nacimos, para no saber qué es vivir auténticamente.
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