En la lucha por la vida, el gusto por la verdad es un lujo (o, cuando menos, un inconveniente): sólo las personas atormentadas quieren la verdad. El hombre es como los demás animales: quiere comida y éxito y mujeres, no verdad. Sólo cuando la mente, torturada por alguna tensión interior, ha perdido toda esperanza de felicidad, odia su jaula de vida y busca más allá.
El objetivo principal de la ciencia no será nunca buscar la verdad o mejorar la vida humana. Los usos del conocimiento serán siempre tan cambiantes y torcidos como los propios seres humanos. Los humanos utilizan lo que saben para satisfacer sus necesidades más urgentes, aunque el resultado sea la ruina. La historia no es el resultado de la lucha por la supervivencia, como Hobbes creía (o quería creer). En sus vidas cotidianas, los seres humanos se esfuerzan por calcular ganancias y pérdidas. Cuando la situación es desesperada, actúan protegiendo a su prole, vengándose de sus enemigos o, simplemente, dando rienda suelta a sus sentimientos. No se trata de defectos que puedan ser remediados. No se puede usar la ciencia para reformar la humanidad dentro de un molde más racional. Cualquier humanidad de nuevo cuño no hará más que reproducir las deformidades ya conocidas de sus diseñadores. Extraño capricho el suponer que la ciencia puede infundir razón en un mundo irracional, cuando todo lo que puede hacer es imprimir un nuevo giro de tuerca a la locura habitual. Todas éstas no son meras inferencias de la historia. La propia investigación científica lleva a la conclusión de que los seres humanos sólo pueden ser irracionales. Curiosamente, ésa es una conclusión que pocos racionalistas se han mostrado dispuestos a aceptar.
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