Los filósofos de la Antigüedad estaban convencidos del carácter aleatorio y, en definitiva, intrínsecamente injusto de la felicidad. Por ello, las diversas etimologías de la palabra remiten casi siempre a una noción de suerte o de destino favorable. En griego, eudaimonia puede entenderse como el hecho de tener un buen daimon. Hoy diríamos: tener un ángel de la guarda o haber nacido con buena estrella. En francés, bonheur proviene del latín bonum augurium: buen augurio o buena fortuna. En inglés, happiness procede de la raíz islandesa happ, suerte. El hecho de ser feliz contiene, pues, una dosis importante de suerte: aunque sólo sea porque la felicidad depende en gran medida, como veremos más adelante, de nuestra sensibilidad, de nuestra herencia biológica, del medio familiar y social en el que hemos nacido y crecido, del entorno en el que nos movemos, de la gente que hemos conocido a lo largo de nuestra vida. Según lo anterior, ya que, por nuestra propia naturaleza o por el destino, tendemos a ser felices o infelices, ¿nos ayudaría a serlo más una reflexión acerca de la felicidad? Estoy convencido de ello: la experiencia, confirmada por numerosas encuestas científicas, demuestra que tenemos cierta responsabilidad en el hecho de ser felices (o de no serlo). A su vez, la felicidad se nos escapa de las manos y depende de nosotros. Estamos condicionados, aunque no determinados, a ser más o menos felices. Tenemos, pues, la facultad, por el uso de nuestra razón y de nuestra voluntad, de acrecentar nuestra capacidad de ser felices (sin que por ello nos esté garantizado el éxito de esa búsqueda). Convencidos por esa idea, un gran número de filósofos redactaron obras denominadas «de ética», con el fin de conducirnos a lograr la mejor vida, y la máfeliz posible. ¿No es esa la principal razón de ser de la filosofía? Como nos recuerda Epicuro, sabio ateniense que vivió poco tiempo después de Aristóteles, «la filosofía es una actividad que, por medio de discursos y razonamientos, nos procura una vida feliz».5 La búsqueda de una vida «buena» y «feliz» es lo que se llama la sabiduría. No en vano, «filosofía» significa etimológicamente «amor de la felicidad». La filosofía nos enseña a pensar bien para intentar vivir mejor. No se limita al pensamiento, también tiene un lado práctico y, al modo de los maestros de la Antigüedad, puede encarnarse en unos ejercicios psicoespirituales. La universidad actual forma a especialistas, mientras que la filosofía antigua pretendía formar a hombres. Tal como demostró Pierre Hadot en el conjunto de su obra, «la verdadera filosofía era, pues, en la Antigüedad, un ejercicio espiritual».6 La mayoría de los tratados de los filósofos griegos y romanos «emanan de una escuela filosófica, en el sentido más concreto de la palabra, en la que un maestro forma a unos discípulos y se esfuerza en conducirlos a la transformación y realización de sí mismos»
Frederic Lenoir
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